La Competitividad Argentina

Competividad y Tipo de Cambio

Primera ÉpocaJosé Eduardo Jorge

Segunda parte del ensayo La competividad argentina no depende solo del tipo de cambio. Ir a la Parte 1: Cultura y Desarrollo Económico

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De la Primera Época de Cambio Cultural: 21 de diciembre de 2001archivo histórico

A diferencia de lo que piensan el World Economic Forum y los investigadores de Harvard, entre nosotros lo que se promueve a veces es un enfoque fiscalista ciego. Por supuesto que el equilibrio fiscal es necesario para la competitividad, como parte de un ambiente macroeconómico estable. Pero no se trata de pasar el lápiz rojo sobre toda partida presupuestaria que no se considere imprescindible en base a algún criterio político o asistencial. El resultado de un downsizing indiscriminado no es sólo la omisión de políticas esenciales para el desarrollo, sino literalmente la destrucción de activos estratégicos que socava la competitividad del país.

En el Anuario de Competitividad Mundial 2001 del International Institute for Management Development (IMD) con sede en Suiza, la Argentina se ubicó en la posición 43° entre 49 países. Este índice mide la capacidad de una nación para proveer un ambiente que sustente la competitividad de sus empresas y mejore el nivel de vida de sus habitantes. [5]

Índice de Competitividad Mundial 2001 del International Institute for Management Development

Para el IMD, dos elementos esenciales de la competitividad de un país son su capacidad de desarrollar un sistema educativo de excelencia y de mejorar el nivel de conocimientos de su fuerza laboral. El director del Proyecto de Competitividad Mundial del IMD, Stéphane Garelli, destaca que «el conocimiento es quizás el factor de competitividad más crítico», y subraya que los países del Sudeste Asiático han hecho un formidable esfuerzo por mejorar sus sistemas educativos. «Además de ser competitivos (temporariamente) debido a su mano de obra barata, apuntan a desarrollar su nivel de competitividad para que se base (permanentemente) en una fuerza de trabajo educada», remarca. [6]

Los factores culturales de la competitividad

Esta breve revisión de algunas de las principales teorías de la competitividad muestra que ésta no consiste simplemente en un estado de equilibrio de ciertas variables macroeconómicas. Una nación competitiva es resultado del comportamiento armónico y dinámico de un conjunto muy amplio de actores: empresarios, trabajadores, funcionarios del gobierno, científicos, educadores…

La conducta de estos actores está profundamente influida por la cultura. El mismo Porter indica que los «factores culturales» pueden ser determinantes para la ventaja competitiva, en especial porque «cambian lentamente y son difíciles de aprovechar e imitar por otros». El modo de organizar y gestionar las empresas; los objetivos que se proponen las compañías; las actitudes hacia el trabajo, la calificación profesional, la cooperación, la riqueza y el riesgo, son algunos de los comportamientos relevantes para la competitividad fuertemente influidos por los factores culturales, especialmente por el sistema de valores predominante en la sociedad. [7]

Observemos ahora qué ocurre entre nosotros. Muy pocas empresas invierten en la capacitación de sus recursos humanos; menos aún lo hacen en investigación y desarrollo. Para el gobierno, el avance científico y tecnológico no es una prioridad, mientras el sistema educativo en todos sus niveles languidece sin que haya un debate de fondo acerca de cómo transformarlo y financiarlo.

¿Por qué hacemos todo al revés de lo que recomienda la teoría de la competitividad? Hay quienes creen que poderes externos, que nos habrían asignado un rol definido en el mundo, conspiran para mantenernos en un estadio inferior de desarrollo. No es lo que piensa el autor de este artículo.

Las universidades argentinas, por ejemplo, languidecen por la falta de presupuesto, pero principalmente debido a las mismas prácticas clientelísticas que predominan en todas nuestras instituciones.

A pesar de todo, el país sigue produciendo muy buenos científicos y profesionales, muchos de los cuales emigran para enriquecer el capital humano de otros países. Se van no sólo por razones económicas, sino porque ven que su capacidad no es suficientemente valorada, ni en el sector privado ni en el público. Uno de los principales científicos argentinos, Juan Maldacena, joven investigador de Harvard considerado una de las esperanzas de la física moderna, cree que «en la cultura hispana no se le da tanto valor al estudio y al conocimiento». [8]

Nos parece que, en realidad, lo que hay aquí es un ejemplo interesante de valores en conflicto dentro de nuestra cultura. Por una parte, la educación es un bien muy apreciado por la clase media, que siempre ha visto en ella un canal de progreso social, especialmente en épocas de crisis económica. Por otra, nos damos cuenta que la capacitación de una persona no se traduce necesariamente en un buen trabajo o una promoción, para los cuales se aplican otros criterios.

La lealtad personal, el amiguismo, la confianza que emana de la relación familiar, a los que se agrega el contravalor de la «viveza criolla», compiten con tanto éxito contra el mérito que en algunos grupos ha comenzado a debilitarse peligrosamente el aprecio por la educación y el esfuerzo. ¿A cuántos hemos escuchado preguntarse si vale la pena seguir estudiando, ya que para conseguir un buen trabajo o ascender son más importantes las conexiones y los amigos?

El activo que representa el valor dado a la educación en extensas franjas de la sociedad se ve compensado negativamente por otros rasgos culturales. ¿Qué ocurriría si estos últimos fueran removidos y se ofrecieran más estímulos al primero? Seríamos una sociedad que daría mejores oportunidades a las personas para desplegar su potencial. Nos convertiríamos en un país más competitivo, es decir, más rico y productivo.

Podemos llevar este análisis a otros activos y pasivos culturales. El deseo de progresar en la vida es otra característica de la clase media argentina, que crea un fuerte impulso al trabajo, favorable al desarrollo económico. Pero esa propensión se encauza en demasía en las profesiones liberales, la mera intermediación comercial y el empleo seguro. Nos hacen falta más emprendedores, decididos a afrontar los riesgos de la innovación, y una sociedad dispuesta a estimularlos y apoyarlos. Es sugestivo, por ejemplo, que nuestros egresados de las carreras de economía estén casi siempre interesados en el sector público y no en la vida de empresa.

Cuando se produjo en nuestro país la explosión de Internet y de las empresas punto com, muchos se apresuraron a afirmar que la Argentina tendría una presencia protagónica en la economía virtual. El activo cultural estaba allí: una población educada, que nos daba una ventaja competitiva para la producción de contenidos en lengua española. Sin embargo, llevar adelante un emprendimiento de Internet exige también un fuerte impulso empresarial, capacidad gerencial y gente dispuesta a arriesgar su dinero invirtiendo en una aventura. En todo esto la Argentina es débil.

El argentino es creativo, talentoso, y esta característica nos permite tener brillantes escritores, artistas, deportistas y no pocos científicos. Pero nuestro excesivo individualismo, un nivel muy alto de desconfianza interpersonal, los criterios erróneos ya mencionados que utilizamos para la selección y el ascenso del personal en nuestras organizaciones, impiden que la sociedad se beneficie colectivamente de esa cualidad.

Como tenemos serios problemas para trabajar eficazmente en grupo, el talento sólo puede dar frutos por medio del esfuerzo personal. Generamos individualidades brillantes, pero no somos una sociedad brillante. Un ejemplo inverso es el de Japón, que ha sido llamado una «potencia económica sin rostro». En la cultura japonesa el grupo siempre ha sido mucho más importante que el individuo. Como apunta uno de sus intelectuales, en el resto del mundo «son raras las personas que conocen los nombres de algunos japoneses». La enorme capacidad para la cooperación grupal ha sido uno de los factores culturales clave del éxito económico del Japón, pero al sofocar al individuo el país ha sacrificado creatividad. [9] En cuanto a los estadounidenses, su individualismo se ha equilibrado históricamente con su espontánea tendencia a asociarse para la búsqueda de objetivos comunes, una cualidad que había sido observada por Alexis de Tocqueville y Sarmiento.

A diferencia de países como Japón y EEUU, la mala calidad de nuestras instituciones políticas, jurídicas, educativas, representan obstáculos para el desarrollo económico y la competitividad.

La cultura y los objetivos económicos

La cultura tiene también una enorme influencia en las metas económicas que se plantea una sociedad, a través de los fines que persiguen las personas, gobierno, empresas y otras instituciones y grupos. La Argentina debería plantearse una meta ambiciosa de desarrollo, pero aquí también aparecen valores en conflicto.

Hemos aprendido (sea verdad o no) que nuestro país fue grande y que lo sería otra vez. Nos lo dicen expresiones como «el granero del mundo», «Argentina potencia» o «la tierra predestinada» de la que hablaba Enrique Larreta. No nos apresuremos a responder con una ironía, pues traducen un espíritu de grandeza que necesitamos mantener.

Sin embargo, vemos que la mayoría de nuestros dirigentes no se preocupan en absoluto por evitar la emigración de científicos, promover un sistema educativo de excelencia, capacitar a los recursos humanos de las empresas y el gobierno o invertir en investigación y desarrollo. Evidentemente los objetivos que se plantean son de muy bajo vuelo.

Como decíamos antes, ya es evidente para todos que la Argentina no volverá a ser un país rico sólo con sus productos primarios. Pero es dudoso que hayamos dejado de confiar en el concepto de ventajas comparativas. Por supuesto que éstas existen, pero los demás las pueden anular fácilmente. No es posible sostenerlas por mucho tiempo. Alemania o Japón no se hicieron grandes pensando en términos de ventajas comparativas. Tampoco España.

A pesar de que actualmente no tenemos ningún proyecto de país, una idea extendida entre nosotros es que el futuro de la Argentina pasa por agregar valor a sus productos primarios. Eso está muy bien, pero no alcanza. Es una forma mecánica de pensar, que sigue atrapada en la idea de que la riqueza existe sólo en la forma de recursos naturales fijos (para los cuales, claro, tenemos ventajas comparativas). Riqueza vegetal, animal o mineral a la que, una vez extraída, el hombre viene a añadirle más valor económico.

No: el hombre crea valor por sí mismo. ¿Cuál es la riqueza natural encerrada en un microprocesador? Virtualmente ninguna. Es puro conocimiento. ¿Cuántas latas de alimentos en conserva hacen falta para comprar el chip más veloz del momento? ¿Cuántas más necesitaremos en el año 2050 para comprar lo que sea que hayan inventado las Intel, Microsoft o Canon del mañana? ¿Seguirán lamentándose los argentinos del futuro por el deterioro en los términos del intercambio?

Pensemos por un momento en Japón a mediados del siglo XIX. Un país pequeño, montañoso, aislado, con muy pocos recursos naturales. Tenía ventajas comparativas para la producción de seda y algodón, como nosotros para las carnes y los granos. Los japoneses compraron máquinas occidentales para industrializar sus confecciones. Muy pronto comenzaron a fabricar también sus propias máquinas textiles. Después, aparentemente, se olvidaron de las ventajas comparativas para dedicarse a producir barcos, locomotoras, automóviles, relojes digitales, máquinas fotográficas, robots y cosas similares.

En cuanto a los argentinos, que a diferencia de Japón poseemos abundantes recursos naturales, olvidamos que también tenemos una producción natural de recursos humanos que dejamos emigrar o languidecer.

La solución depende de nosotros. Será necesario un cambio de paradigmas y de dirigentes, un consenso entre los principales actores sociales y un proyecto de país. Hará falta un gran trabajo colectivo para torcer nuestra larga historia de decadencia.

flecha-antPrimera parte: La competitividad argentina

José Eduardo Jorge (2001):
«La competitividad argentina no depende solo del tipo de cambio»
Cambio Cultural, Buenos Aires, 21 de diciembre.
Artículo Original en Internet Archive

Tema Ampliado: III – III 

Cambio Cultural
Cultura Política Argentina

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NOTAS

[5]  El estudio del año 2001 analizó 49 economías a través de 286 criterios, utilizando datos cuantitativos de diversas organizaciones nacionales, regionales e internacionales, así como cualitativos procedentes de la Encuesta de Opinión de Ejecutivos realizada por el IMD, cuya muestra es de 3.600 entrevistados. El análisis se realizó dividiendo el ambiente nacional en cuatro factores principales: performance económica, eficiencia del gobierno, eficiencia de los negocios e infraestructura.

[6] Stéphane Garelli. Competitiveness of nations: the fundamentals, World Competitiveness Yearbook, International Institute for Management Development, 2001.

[7] Michael Porter, op.cit., p. 184. También Stéphane Garelli, op. cit. Los fundamentos teóricos del índice de Competitividad Mundial del International Institute for Management Development conceden una importancia central a los factores culturales: «Las naciones no compiten sólo con productos y servicios, sino también con la educación y los sistemas de valores». Un análisis profundo sobre el paso de los valores materialistas a los post-materialistas en las sociedades económicamente avanzadas se encuentra en Ronald Inglehart, Globalization and postmodern values, The Washington Quarterly, 23:1 (2000) pp. 215-218.

[8] Entrevista en Telepolis.com.

[9] Taichi Sakaiya, ¿Qué es Japón? (Santiago: Editorial Andrés Bello, 1996), pp. 75-76. Dice el autor: «Para el individuo creativo que logra fama en el exterior es difícil abrirse paso en la camarilla de especialistas en Japón. La vida es más fácil y agradable si la persona anula su individualidad y sus opiniones y opta por complacer a la gente de la comunidad empresarial, gubernamental, académica, literaria o artística a la cual pertenece (…) No es impensable que los eruditos y artistas alcancen la cumbre en su entorno sin haber producido una sola obra significativa en el campo del arte o la investigación» (p. 77). Por otro lado, «hay pocos estudios e investigaciones creativos u originales en las universidades japonesas (…) Las escuelas japonesas se hallan tan constreñidas por la supervisión docente y las normas escolares que guardan cierta semejanza con los ejércitos y las cárceles. También es innegable que esta característica tiene graves efectos negativos sobre la iniciativa y la creatividad» (pp. 70-71).