Humanismo Cívico

La participación ciudadana:
fuentes históricas y filosóficas

Cultura PolíticaJosé Eduardo Jorge

Origen del Humanismo Cívico: Florencia en el Renacimiento. Leonardo Bruni. La república en las ciudades estado de Italia. Participación popular en Florencia. El humanismo renacentista. Vida política y vida privada: Hans Baron y Jakob Burkhardt. Maquiavelo: el papel de la virtud cívica en los Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio. 

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Capital Social y Comunidad Cívica

La noción de comunidad cívica irrumpió a principios de los años noventa como una propuesta novedosa para abordar los problemas de las democracias disminuidas (Putnam, 1993). Según la hipótesis básica, las sociedades que exhibían un “alto desempeño” de las instituciones democráticas se distinguían por un modo específico de convivencia social.

Un tipo ideal de comunidad cívica, al que las sociedades podían aproximarse, reunía las cualidades más propicias: el “compromiso cívico” –la implicación en los asuntos públicos-, la igualdad política, la solidaridad, la confianza en los demás, la tolerancia y la cooperación en asociaciones civiles.

Se trataba de una sociedad con abundante capital social –entendido como el stock de asociaciones, confianza y normas de reciprocidad, al que la comunidad podía recurrir para solucionar sus problemas colectivos-, pero con una propiedad adicional, que faltaba en las comunidades sectarias: las libertades individuales estaban garantizadas por la presencia del valor de la tolerancia (Putnam, 2000).

Las dos obras de Putnam en las que se desarrollaron estas ideas –Making Democracy Work (1993) y Bowling Alone (2000)- generaron una proliferación de estudios y experiencias centrados en la noción de capital social: fue ésta la que atrajo la atención poco menos que exclusiva de investigadores, gobiernos y organismos multilaterales.

Argumenté en otro artículo (Jorge, 2013) que, para abordar los complejos problemas de la democracia, deberíamos reorientar nuestro foco de interés y depositarlo en la idea de comunidad cívica. En este trabajo expongo de manera sintética las fuentes históricas y filosóficas del concepto. Éstas se originan en un grupo de intelectuales florentinos de los siglos XV y XVI, quienes abrevaban a su vez en pensadores de la Antigüedad clásica griega y romana.

A mediados del siglo XX, el historiador alemán Hans Baron estudió las ideas y valores de esos intelectuales y el contexto histórico en los que habían surgido: para caracterizarlos acuñó la expresión humanismo cívico. El ideal republicano de participación en la vida cívica y política –la libertad pública, por contraste con la libertad privada, propia del liberalismo- adquirió desde entonces una fuerza renovada dentro de la filosofía política.

Putnam había visto que ese intenso debate filosófico tenía lugar casi sin referencias a una investigación empírica sistemática. Consagró veinte años de trabajo a explorar, en la rica y compleja vida política de los gobiernos regionales italianos, si el éxito del gobierno democrático dependía o no, como decían los pensadores florentinos del Renacimiento, de la existencia de ciudadanos “virtuosos”.

El gobierno republicano en la Italia del Renacimiento

Leonardo Bruni fue secretario de cuatro Papas y canciller de la república de Florencia desde 1427 hasta su muerte en 1444. Hoy se lo recuerda principalmente por su Historia del Pueblo Florentino, que escribió por espacio de un cuarto de siglo.

Esta obra, que sirvió de modelo a toda una generación de historias de ciudades estado en los siglos XV y XVI, ha sido considerada la principal manifestación del humanismo cívico (Ianziti, 2012; Hankins, 2012). Bruni fue enterrado en la iglesia de Santa Croce con un ejemplar de su Historia sobre el pecho.

El estudio clave de Hans Baron, La Crisis del Renacimiento Italiano Temprano, publicado en 1955, retrataba a Bruni como el modelo por excelencia del humanista cívico. El canciller florentino describió así, en uno de sus escritos, el régimen político de Florencia:

Nuestra forma de gobernar el Estado apunta a lograr la libertad y la igualdad para todos y cada uno de los ciudadanos. Porque es igualitaria en todos los aspectos, es llamada gobierno popular. No temblamos ante ningún señor ni somos dominados por el poder de unos pocos. Gozamos todos de la misma libertad, gobernados solo por la ley y libres del miedo a los individuos. Todos tienen la misma esperanza de alcanzar los honores y de mejorar su condición, siempre que sean industriosos, posean talento y un sobrio modo de vida. Pues nuestra ciudad requiere virtud y honestidad en sus ciudadanos… Esta es la verdadera libertad e igualdad en una ciudad: no tener miedo del poder de ninguno ni temer que nos dañen; experimentar la igualdad de la ley entre los ciudadanos y la misma oportunidad de gobernar el Estado… Así, la única forma legítima de gobernar el Estado es la popular (Bruni, 1427).

Igual que otras ciudades del norte y el centro de Italia, que desde fines del siglo XI tuvieron una evolución distinta a las del resto de Europa, Florencia se había transformado gradualmente en una poderosa ciudad-estado. Del otro lado de los Alpes, muchas ciudades llegaron a crear gobiernos municipales autónomos –las “comunas”-, pero siguieron subordinadas a una autoridad externa, monárquica o señorial.

Florencia, Milán, Venecia, Génova, entre otras urbes italianas, ejercieron siempre, al revés de las transalpinas, un influjo dominante sobre la campaña contigua. Prolongaban con ello una herencia que provenía de su antigua posición en la organización del Imperio Romano. Las que adquirieron, al final, plena independencia, extendieron su soberanía a los territorios circundantes, haciendo de la península un mosaico inconexo de pequeños estados (Chittolini, 1989; Epstein, 2000; Becker, 1980).

La tradición romana, que nunca murió en el norte de Italia, permite comprender otro rasgo sorprendente de aquellas ciudades: el desarrollo del gobierno republicano. Las primeras instituciones republicanas de Florencia datan de comienzos del siglo XII, cuando sus habitantes se rebelaron contra el emperador alemán. Duraron, a través de múltiples vicisitudes, hasta 1532, en que Alejandro de Médicis –por acuerdo entre un nuevo papa de su familia, Clemente VII, y Carlos V de España- fue designado duque, bajo la forma de una monarquía hereditaria.

Los cuatro siglos de existencia de la república florentina habían sido un modelo de inestabilidad, envueltos en el torbellino de la lucha de facciones. Nunca fue una democracia, pues el poder estuvo siempre en manos de los nobles o de la clase de los comerciantes y banqueros enriquecidos, pero la participación del pueblo, a través de los gremios de artesanos, alcanzó niveles desconocidos para el mundo feudal en que estaba inmerso el resto de Europa.

Si la economía agraria predominaba allende los Alpes, lo mismo que en el sur de Italia –dominado en forma autocrática por bizantinos, árabes y normandos-, el norte de la península prosperó con la industria, el comercio marítimo y las finanzas. La fabricación y exportación de prendas alcanzó en Florencia una extraordinaria sofisticación. En el siglo XIV, la ciudad tenía cónsules y agentes de comercio exterior en casi todo el mundo conocido, desde China hasta las costas europeas del Atlántico.  Fletaba navíos mercantes, libraba cartas de crédito, emitía bonos del gobierno y prestaba fondos al papa y al rey de Inglaterra.

La creciente división del trabajo abrió la puerta para que los miembros de ocupaciones especializadas se asociaran en gran número de gremios o arti. Las arti maggiori –que reunían a los grandes fabricantes, comerciantes y financistas- tenían una importante representación en el gobierno de la ciudad. También participaban de la gestión, aunque con un peso inferior, las arti minori, que aglutinaban a una aristocracia de artesanos: herreros, carpinteros, albañiles y otros oficios.

No debemos pensar, sin embargo, que Florencia era un edén de igualdad y participación. Por debajo de las arti minori, la gran mayoría de obreros y jornaleros tenía prohibido organizarse y estaba fuera del poder. Y si bien el grupo de ciudadanos elegibles para ocupar cargos públicos se había ampliado, una oligarquía cerrada concentraba el poder real. El desarrollo político era impulsado por el progreso de la economía y el aumento paralelo de la complejidad y la organización de la sociedad. Los burgueses desplazaban del poder a la nobleza, mientras los trabajadores presionaban por una mayor participación.

Florencia fue, en este periodo, una de las ciudades más prósperas de Europa. En parte por este mismo motivo, se transformó en el foco principal del Renacimiento, el movimiento cultural que, entre los siglos XV y XVI, hizo de nexo entre el mundo medieval y el moderno. Florencia fue la “Atenas del Arno”: a ella están asociados los nombres de Dante, Petrarca, Bocacio, Leonardo Da Vinci, Miguel Ángel y Maquiavelo.

El espíritu europeo de esta época redescubrió el pensamiento, la estética y los valores de la Antigüedad clásica. Los humanistas fueron su símbolo: eruditos de la literatura griega y romana, que rescataron miles de manuscritos perdidos u olvidados. El primero de todos ellos, Petrarca, tenía en Cicerón a su autor preferido. Cicerón, entre otros en la antigua Roma, había empleado el término humanitas para aludir al tipo de valores que hoy asociamos con una “educación humanística”: lengua, literatura, historia, filosofía.

Hacia el siglo XV, los “estudios humanísticos” habían arraigado en las universidades italianas, donde se llamaba umanista al profesor o estudiante de la literatura clásica. Pero fue recién a comienzos del siglo XIX cuando se empleó el concepto de humanismo para referirse a la devoción por la antigua literatura griega y romana, y por los valores humanos que de ella derivan (Mann, 1996).

 Dos visiones del humanismo: Baron y Burkhardt

Apoyándose en las concepciones filosóficas de los antiguos griegos y romanos –especialmente en las de Aristóteles y Cicerón-, la corriente de intelectuales y educadores florentinos que Baron analizó en La Crisis del Renacimiento Italiano Temprano se alejó del ideal medieval de la vida contemplativa y abrazó la vida cívica y política como una dimensión esencial para la realización del ser humano.

En los humanistas cívicos –un concepto historiográfico, creado por Baron, no por quienes lo encarnaron- confluyeron los estudios humanísticos, que durante el siglo XIV habían permanecido ajenos a los problemas políticos, y la rica tradición cívica de la república de Florencia.

“[E]n cuanto ya no damos por sentado –escribió el historiador alemán- el crudo cliché de que hacia el fin del siglo XIV la época de la libertad cívica había terminado y la tiranía era el único camino hacia el futuro, rápidamente tomamos conciencia de un mundo olvidado de acciones e ideas en un grupo de ciudadanos y humanistas cívicos que no estaban dispuestos a aceptar la aparente decisión del destino” (Baron, 1955, pp. viii-ix).

El “amor por la humanitas de los antiguos” y “la disposición a ser educada por ella” daba origen al humanismo. Las “mentes abiertas en simpatía a los valores e ideales de la vita activa et política de los ciudadanos griegos y romanos” engendraba el humanismo cívico: se trataba de mirar hacia la Antigüedad con los ojos de un ciudadano (p. 92).

El estudio de Baron tiene sus detractores. Como dijimos, aunque la participación popular en Florencia era considerable, su régimen político siguió siendo oligárquico. La ideología del humanismo cívico –dicen los críticos- bien pudo haber servido a la elite de familias acaudaladas que detentaba el poder para ocultar su dominio detrás del espejismo de un gobierno popular. Algunos han puesto en duda la autenticidad del credo de Bruni y visto en sus escritos artefactos retóricos (Najemy, 2000; Hankins, 1995).

También se cuestiona la exactitud de la llamada “Tesis de Baron”, según la cual el humanismo cívico fue producto de una particular coyuntura histórico-política: las largas guerras entre Milán y Florencia, iniciadas a fines del siglo XIV. El argumento del autor fue que los humanistas florentinos se sintieron inclinados a consagrar su vida y sus estudios a las necesidades de su patria cuando ésta vio amenazada su existencia como consecuencia de ese conflicto, del que salió triunfante en 1427.

Aunque la obra clave de Baron es la de 1955, el historiador concibió su enfoque durante los años veinte, con la mirada puesta en la situación política de su propio país. Defensor de la República de Weimar, creía que la democracia alemana requería un tipo de educación que formara ciudadanos activos. Pensaba que la tradición chauvinista y autoritaria germana se había visto agravada por una cultura universitaria desligada de compromisos políticos. Y que era posible buscar fuera del país modelos más apropiados de cultura política.

Le parecía que el humanismo era capaz de proporcionar uno de esos modelos. Pero en este punto enfrentaba un problema: sus compatriotas ilustrados –y a la vez políticamente pasivos- habían adoptado casi como un objeto de culto la obra del historiador suizo Jakob Burckhardt La Cultura del Renacimiento en Italia, que asociaba al humanismo con el surgimiento del individualismo (Hankins, 1995).

La idea de que el individuo moderno y la libertad individual afloraron en la Italia del Renacimiento constituye un mito que sigue estando entre nosotros y del que Burckhardt –cuyo trabajo fue publicado originalmente en 1860- es en gran parte responsable (Connell, 2002; Martin, 2004).

Durante los tiempos medievales, escribe Burckhardt, “el hombre se reconocía a sí mismo solo como raza, pueblo, partido, corporación, familia”. Es en la Italia renacentista donde aparece “una consideración objetiva del Estado” y, junto a ella, “lo subjetivo: el hombre se convierte en individuo espiritual y como tal se reconoce”. En el siglo XIV italiano “nadie teme llamar la atención, ser distinto de los demás y parecerlo”. Los gobiernos tiránicos de las ciudades-estado desarrollan al máximo “la individualidad del tirano mismo” y la de “los talentos por ellos protegidos y explotados” (Burckhardt, 1984, pp. 73-74).

El autor encuentra las expresiones paradigmáticas de la individualidad entre los miembros de la elite y, en especial, en las figuras de la alta cultura: en un Dante, un Alberti, un Leonardo. Los hombres se construyen a sí mismos como individuos sabios, poderosos o virtuosos, mirándose en el espejo de sus modelos grecorromanos. Esto implica, para Burckhardt, atenuar las lealtades con la familia, el Estado, el gremio, la religión (Hankins, 1995, p. 310).

Pero el carácter individual no aflora únicamente en la clase que detenta el dominio político y social. La “atmósfera de general impotencia política” de las tiranías alienta entre los excluidos del poder otras aspiraciones, dirigidas a la vida privada. La riqueza, la cultura, una considerable libertad municipal y una Iglesia no identificada con el Estado, favorecen el surgimiento de “modos de pensamiento individuales”. “Es seguro que el hombre privado, políticamente indiferente, con sus ocupaciones (…), surgió por vez primera (…) en estas tiranías del siglo XIV” (Burckhardt, op. cit., p. 74).

En las ciudades republicanas el desarrollo del carácter individual es excitado por otra vía. Florencia es el caso típico. Los choques de facciones y los continuos vaivenes políticos agudizan las energías y las capacidades individuales. De ahí las grandes personalidades de sus líderes populares y hombres de estado. Quienes pertenecen a los partidos vencidos están en una situación parecida a la de los habitantes subyugados de las ciudades regidas por tiranos. Convierten pues al ámbito privado en el objeto de sus afanes. Pero el hecho de haber gozado de la libertad –y quizás la esperanza de recuperarla- actúa como un estímulo adicional a su individualismo.

Incluso el destierro –asegura Burckhardt- contribuye a formar en grado superlativo la personalidad de los emigrados. Millares que no soportan ya las condiciones políticas o económicas abandonan su patria voluntariamente. Los más inteligentes se vuelven cosmopolitas. Alcanzan así lo que el autor considera “una de las fases superiores del individualismo”. “Mi patria es el mundo”, dice Dante.

El historiador suizo no dejaba de advertir que el individualismo del Renacimiento podía derivar a veces en un egoísmo indiferente al bien común y capaz de destruir la moral necesaria para la supervivencia de la sociedad. Las elites ilustradas de Alemania que admiraban su libro tendían a pasar por alto esta advertencia y enfocarse en la imagen del genio desligado de la moralidad tradicional y las convenciones sociales (Hankins, 1995, p. 311).

Baron quería demostrar, por el contrario, que la cultura humanista era compatible con el compromiso político. El resultado de su esfuerzo –la obra publicada en 1955- ejerció, en la historiografía del Renacimiento del siglo XX, una influencia equivalente a la que tuvo el trabajo de Burckhardt durante el siglo XIX.

Maquiavelo y la Virtud Cívica

En el Libro Primero, capítulo XVII, de los Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio (1519), de Maquiavelo, se lee:

Y se puede llegar a esta conclusión: allí donde la materia no esté corrompida, los tumultos y otros escándalos no suceden y, donde está corrompida, las leyes bien ordenadas no sirven, si no están movidas por alguien que con extrema fuerza las haga observar tanto que la materia resulte buena, cosa que no sé si sucedió alguna vez, o si es posible que suceda. Porque vemos (…) que una ciudad en decadencia por corrupción de la materia, si sucede alguna vez que se levanta de nuevo, es por la virtud de un hombre vivo ahora, y no por la virtud de la generalidad que sostiene las leyes buenas” (Maquiavelo, 2003, p. 107).

Baron sostuvo que los escritos históricos de Maquiavelo revelan la profunda influencia de los textos de Bruni. “La filosofía política de Maquiavelo –observó- se basaba en la convicción de que la virtud política, para alcanzar su pleno crecimiento, había necesitado siempre de la ciudadanía activa en pequeños estados” (Baron, op. cit., p. 371). Por este tipo de ideas, que expuso en detalle en los Discursos, Maquiavelo es considerado un representante del humanismo cívico (Llanos, pp. 37-40).

En El Príncipe (1513), biblia de los cultores del realismo político, el florentino va directo al punto: cómo conquistar el poder o retenerlo indefinidamente. Los Discursos, obra más extensa y compleja, celebran la participación del pueblo en la vida política y depositan la salud de una república en una base ancha de ciudadanos virtuosos.

“Un pueblo corrompido, llegado a la libertad, se puede mantener libre solamente con grandes dificultades”, dice al comienzo del capítulo citado (p. 105). Y poco después: “así como las buenas costumbres requieren leyes para conservarse, también las leyes, para ser observadas, exigen buenas costumbres” (p. 108).

Maquiavelo escribió los dos libros durante su retiro forzado, luego de sufrir prisión y tortura, acusado de conspirar contra los Médicis, quienes, casi dos décadas después de haber sido expulsados de Florencia, acababan de restaurar su dominio. La república se extinguió casi al mismo tiempo que la vida de Maquiavelo, muerto en 1527, a poco de haber sido rehabilitado. En 1530, con el trasfondo de una alianza sellada el año previo entre Carlos V y el papa Clemente VII, los Médicis abatieron definitivamente al gobierno republicano de la ciudad e instauraron un poder tiránico.

El ideal de Maquiavelo, común a los humanistas, era el hombre antiguo. La Roma del pasado –de la que Tito Livio fue su máximo historiador- le proporcionaba la mayoría de los modelos y las narraciones con que ilustraba sus argumentos (Brion, 2003, pp. 68-71).

Nos ha dicho ya que las leyes solo son eficaces si hay un pueblo virtuoso, no corrompido, dispuesto a respetarlas. Ha ido todavía más lejos: la virtud le es indispensable al pueblo para conservar su libertad. Si una ciudad corrompida ha vivido bajo la férula de un príncipe, aunque éste muera, ya no podrá ser libre.

Debido a que el pueblo romano no estaba corrompido en los años de los Tarquinos, en cuanto los expulsó, recuperó su libertad, pues “para mantenerlo firme y dispuesto a poner en fuga al rey, solo bastó con hacerlo jurar que no permitiría jamás que en Roma reinara nadie”. Muerto César, muerto Calígula, muerto Nerón, el pueblo nunca pudo ser libre otra vez. La razón: en esa época se había corrompido por completo (Maquiavelo, op. cit., p. 106).

Todo el ordenamiento político descansa en la virtud, en las “buenas costumbres”. Los romanos solo honraban con el cargo de cónsul a quienes lo pedían. Este procedimiento –explica Maquiavelo- fue bueno al principio, porque no solicitaban la magistratura más que los que se creían dignos de ella. Los postulantes se avergonzaban si eran rechazados.

Pero una vez que la ciudad se corrompió, la regla era mala, pues solo requerían el consulado los que tenían más poder. Quienes carecían de él, aunque fueran virtuosos, se abstenían por temor. Maquiavelo pensaba que el pueblo romano, luego de haber conquistado el mundo, llegó a sentirse demasiado seguro de su libertad. Esto hizo que, desde entonces, “al otorgar al consulado, no mirara más a la virtud sino a la gracia”, a los que “sabían entretener a los hombres” y no “vencer a los enemigos” (p. 109-110).

Lo mismo sucedió con la costumbre de que cualquier ciudadano pudiera opinar, a favor o en contra, antes de decidir sobre una ley propuesta por un tribuno del pueblo u otro ciudadano. Este método, que “era bueno si los ciudadanos eran buenos”, se hizo “pésimo” cuando se volvieron “malos”. Entonces ya no propusieron leyes más que los poderosos, buscando acrecentar su poder: el miedo evitaba que otros hablaran para oponerse.

Maquiavelo juzga la política italiana de su tiempo a la luz de esos antiguos ideales: “ningún acontecimiento, aunque grave y violento, podría convertir a Milán o a Nápoles en pueblos libres, porque todos sus miembros están corrompidos” (p. 106).

A pesar de la prosperidad y el cultivo de las artes, Italia es un aglomerado caótico. La rivalidad y los odios entre las ciudades desembocan continuamente en luchas sangrientas. La Iglesia no es más que otra parte del escenario de confusión y corrupción. Franceses, españoles y alemanes, hacen un precioso botín de este país rico y dividido. Su diplomacia y sus ejércitos intervienen, muchas veces por acuerdo o disputa con el papado, en los conflictos entre ciudades y en sus discordias internas de facciones. Una Italia unida es el sueño improbable de Maquiavelo.

Después de elogiar “toda la bondad y toda la religión” que había en la antigua Roma, el florentino observa con crudeza que “donde no existe esta bondad, nada puede esperarse de bien, como no se puede esperar en las provincias que, en nuestros tiempos, vemos corrompidas”. Italia en primer lugar, pero también Francia y España.

Si en estas dos últimas naciones “no se ven tantos desórdenes”, es “porque tienen un rey que los mantiene unidos”. Pues “donde la materia está tan corrompida que las leyes no bastan para frenarla, es necesario ordenar con las leyes la mayor fuerza, que es una mano regia, con el poder absoluto y extraordinario”. En Alemania, por el contrario, “esta bondad y esta religión son todavía grandes”, y “ello hace que allí muchas repúblicas vivan libres y observen de tal modo sus leyes que nadie de afuera o de adentro se atreve a someterlas” (op. cit., pp. 184-186).

La opción entre república y principado depende, pues, del carácter virtuoso o corrompido del pueblo. Qué hubiera preferido Maquiavelo, queda tal vez insinuado en uno de los últimos capítulos del Libro Primero de los Discursos, titulado: “La multitud es más sabia y más constante que un príncipe” (pp. 191-196). Razona aquí “contra la opinión común que dice que los pueblos son variables, mutables e ingratos cuando detentan el poder”. En ellos “no hay otros pecados que en los príncipes particulares”.

En El Príncipe se había mostrado brutalmente cínico: “de la inmensa mayoría de los hombres puede decirse que son ingratos, volubles, engañosos, deseosos de evitar peligros y ansiosos de ganancias”. Pero allí se estaba refiriendo a los individuos. La “multitud”, el “pueblo”, parece tener otras cualidades. Afirma en los Discursos:

Pero, en cuanto a la prudencia y a la estabilidad, digo que un pueblo es más prudente, más estable y de mejor juicio que un príncipe. No sin razón la voz de un pueblo se parece a la voz de Dios, porque vemos que la opinión general produce efectos asombrosos en sus pronósticos, de modo que parece que, por oculta virtud, prevé su mal y su bien. En cuanto a juzgar las cosas, cuando él escucha dos opiniones que tienden a distintas partes y, si ellas son de igual virtud, rarísimas veces se ve que no elija la opinión mejor, y que no comprenda la verdad que escucha (pp. 193-194).

Quizás Maquiavelo entrevió un plan para reformar la Italia “corrompida” tomando como modelo las virtudes de la antigua Roma, En Del Arte de la Guerra (1519), su personaje Fabrizio Colonna cree que es posible hacer revivir las instituciones y costumbres romanas que “fácilmente serían compatibles con nuestra época”. Entre ellas están las de “honrar y recompensar la virtud”, “no despreciar la pobreza” e “instar a los ciudadanos a amarse los unos a los otros, a huir de las facciones, a preferir el bien común al bien particular”.

La interpretación de Maquiavelo alumbrada por Baron fue retomada por Pocock en El Momento Maquiavélico (1975). Según este estudio, los conceptos e ideales republicanos formulados por el autor de los Discursos y sus contemporáneos florentinos tuvieron continuidad en la tradición política inglesa y norteamericana (donde usualmente se ha visto, por el contrario, la influencia predominante de la filosofía liberal de John Locke).

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José Eduardo Jorge (2014): Orígenes Históricos y Filosóficos del Concepto de Comunidad Cívica, Question 1(42), pp. 112-126.
Texto editado por el autor en enero de 2016
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José Eduardo Jorge (2010): Cultura Política y Democracia en Argentina, Edulp , La Plata.

José Eduardo Jorge (2016): Teoría de la Cultura Política. Enfocando el Caso ArgentinoQuestion, 1(49), pp. 300-321

José Eduardo Jorge (2015): La Cultura Política Argentina: una Radiografía, Question, 1(48), pp. 372-403.

BIBLIOGRAFÍA