Definiciones de Democracia

Democracia real
y Poliarquía

Temas Clave DemocraciaJosé Eduardo Jorge

La definición de democracia. La Tercera Ola de Democratización y los enfoques «realistas». Lipset: desarrollo y democracia. La transitología: el paradigma de transición democrática. Definiciones procedimentales y minimalistas. Papel de las elecciones. Schumpeter: el «método democrático». La Poliarquía de Dahl. Definiciones ampliadas. Grados o niveles de democracia. El concepto de consolidación democrática

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El estudio de la cultura política se halla estrechamente vinculado a la investigación comparativa internacional sobre la democracia. Este tipo de investigación experimentó un fuerte crecimiento en el último cuarto del Siglo XX, a medida que los procesos de transición democrática se multiplicaban por todo el mundo. En ese marco se elaboraron y refinaron las concepciones realistas y las definiciones operativas de democracia que hoy predominan en la literatura.

Analizaremos a continuación algunos de estos desarrollos, así como el balance que se viene realizando de la misma ola democratizadora y de los enfoques conceptuales utilizados para estudiarla.

El estudio de las transiciones democráticas

A mediados de los años setenta, la forma democrática de gobierno entró en un periodo de difusión mundial de magnitud sin precedentes. Esta expansión –conocida, por el nombre que le dio Huntington, como la Tercera Ola de Democratización– empezó en el Sur de Europa, con las transiciones democráticas de Portugal, España y Grecia; continuó en América Latina, desde fines de los setenta y hasta entrados los ochenta; se extendió, a partir de 1986, a países del Sur y del Este de Asia: Filipinas, Corea y Tailandia; entre 1989 y 1991, alcanzó a los estados de Europa del Este y a los que surgieron de la desintegración de la Unión Soviética; en 1990, llegó al África Subsahariana, donde siguió avanzando hasta mediados de la década [1].

En 1973, año previo a la caída de la dictadura portuguesa que daría inicio a la tercera ola, Huntington cuenta 30 democracias, que constituían el 25% de los países que existían en ese momento. Hacia 1990, el número de democracias llegaba a 58, el 45% de los países; este porcentaje igualaba al representado por los 29 gobiernos democráticos de 1922, el otro pico histórico en términos relativos, perteneciente a la primera ola. En cambio, en números absolutos, la cima anterior –siempre según el cómputo de Huntington- se había alcanzado en la segunda ola, más precisamente en 1962, cuando había 36 democracias (que significaban el 32% del total de los estados).

La actitud con que algunos círculos políticos e intelectuales recibieron esta difusión global de cambios prodemocráticos queda bien expresada en el ensayo El Fin de la Historia, publicado por Francis Fukuyama en 1989.[2] La exaltación fue cediendo hacia fin de siglo, cuando se hizo evidente que muchas de las llamadas nuevas democracias tenían un modesto desempeño [3] y, en no pocos casos, apenas calificaban –o no calificaban- como tales. Había regímenes híbridos, estables, que combinaban elementos democráticos y autoritarios y no se hallaban en transición a una democracia plena [4].

El mundo académico produjo una cantidad exuberante de estudios dedicados a analizar la emergencia, características y desenvolvimiento de las democracias recién instauradas. Nacieron dos áreas especializadas de investigación: la transitología y la consolidología, enfocadas en los procesos de transición y consolidación democráticas.

La literatura precedente, en los años sesenta y setenta, había centrado su atención en los supuestos “requisitos previos” para el surgimiento y la estabilidad de la democracia. En un influyente trabajo de 1959, Seymour Martin Lipset había subrayado la importancia del desarrollo socioeconómico. Apoyándose en argumentos que se remontaban a los comentarios de Aristóteles en La Política, Lipset mostró, para una lista de 48 países clasificados según la estabilidad de la forma democrática o dictatorial de gobierno, que existía una clara correlación entre el tipo de régimen y un conjunto de indicadores de urbanización, riqueza per cápita, industrialización y educación [5].

A mayor desarrollo, medido por las tasas nacionales de esos indicadores, más alta era la probabilidad de que un país fuera democrático (si bien aparecían casos desviados, como Alemania). La democracia se veía facilitada cuando, debido a la prosperidad, el grueso de la población pertenecía a la clase media; en cambio, enfrentaba graves obstáculos si la sociedad estaba dividida en una gran masa de pobres y una elite de privilegiados, que normalmente negaba a los primeros los derechos políticos.

La riqueza facilitaba el surgimiento de las organizaciones intermedias, que servían de contrapesos al poder y canalizaban la participación en la forma señalada por Tocqueville. A nivel individual, la educación era el factor singular de mayor peso asociado a la creencia en valores democráticos.

En la perspectiva de Lipset, la democracia emergía como resultado del proceso de modernización de la sociedad. Destacaba, citando al sociólogo Daniel Lerner, que “esas variables clave en el proceso de modernización pueden ser vistas como fases históricas, con la democracia como parte de desarrollos posteriores, la ‘institución cumbre de la sociedad participante’” (término de Lerner para la moderna sociedad industrial). [6]

Otros autores de la misma época planteaban, como posibles condiciones previas para la democracia, la cultura cívica [7], los valores religiosos, los legados históricos. La tercera ola de democratización no respondía a ese patrón. Es verdad que algunos países –Corea del Sur, Tailandia, Taiwán- habían recorrido los estadios previstos por la teoría de la modernización. [8] Sin embargo, los cambios democráticos se multiplicaban llegando a lugares con mínimos niveles de desarrollo.

La literatura de los años ochenta no dio mayor relevancia a la cuestión de las precondiciones. El desarrollo económico, en particular, no se consideró un requisito necesario para la democracia. Lo más importante era la decisión de avanzar en esa dirección por parte de los principales actores políticos, y su capacidad para neutralizar a los grupos antidemocráticos. [9]

En alguna medida, este supuesto fue una sana reacción al viejo argumento de que había sociedades “no preparadas para la democracia” [10] –idea que, durante la Guerra Fría, sirvió para justificar el apoyo brindado por occidente a muchas dictaduras-, pero también pecaba de una excesiva simplificación.

Las definiciones realistas

El balance de las nuevas experiencias democráticas llevó a reconsiderar otros postulados del paradigma de transición [11], en particular, el que consistía en identificar la democracia con la realización de elecciones. La democracia ha sido definida principalmente en términos minimalistas y procedimentales. Existía la creencia de que la práctica regular de las elecciones tendría, por sí sola, una serie de efectos que profundizarían el proceso democrático.

Otro supuesto problemático fue la forma lineal en que se concebía la trayectoria a seguir por los países que se alejaban del autoritarismo: una secuencia de etapas que, una vez puesta en marcha por el colapso del régimen anterior, conduciría, como en una evolución natural, a una democracia consolidada.

Caminos, ritmos y estados diferentes, eran vistos como desviaciones de esa secuencia natural, no como posibles trayectorias alternativas que podrían llevar a situaciones estables no previstas por el modelo.

Se ha dedicado un esfuerzo considerable a elaborar una definición precisa de democracia. [12] La existencia de elecciones libres, limpias y competitivas, para seleccionar a quienes ocuparán los principales cargos de gobierno –normalmente ejecutivos y legislativos-, se plantea generalmente como un mínimo indispensable, el punto de corte que divide a las democracias de las dictaduras.

Esta y otras definiciones parecidas tienen dos características peculiares: son procedimentales, pues no hacen referencia a los fines de la democracia, sino a sus procedimientos, que funcionan como criterio fundamental de legitimidad; son minimalistas, dado que contienen el menor número posible de atributos, el núcleo básico que distingue a la democracia de otros regímenes de gobierno.

En su mayoría, se trata de variantes o ampliaciones de la clásica formulación de Joseph Schumpeter, que concebía a la democracia como un “método político”. En Capitalismo, Socialismo y Democracia (1942), Schumpeter había escrito: “El método democrático es aquel sistema institucional, para llegar a las decisiones políticas, en el que los individuos adquieren el poder de decidir por medio de una lucha de competencia por el voto del pueblo”. [13]

Poliarquía

La mayoría de las fórmulas minimalistas no lo son tanto: suponen, aunque sea implícitamente, algunas condiciones externas al proceso electoral, que aseguren su autenticidad. La más explícita y ampliamente utilizada de esas fórmulas es la noción de poliarquía de Dahl. [14]

La poliarquía –literalmente, “gobierno de muchos”- es, en la concepción de su autor, la forma real -imperfecta, distanciada del ideal- que adopta la democracia en la sociedad moderna, adaptándose a las dimensiones y complejidad del Estado-Nación contemporáneo. Se diferencia, en particular, de la democracia de los antiguos, donde el proceso político se apoyaba en la interacción personal entre todos los ciudadanos.

La poliarquía es un régimen político que se caracteriza por la presencia de siete “instituciones”: 1) funcionarios electos;  2) elecciones libres y limpias; 3) sufragio inclusivo; 4) derecho inclusivo a postularse para cargos electivos; 5) libertad de expresión; 6) fuentes alternativas de información (es decir, libertad de prensa); 7) autonomía asociativa (libertad de asociación).

Para calificar como poliarquía, un régimen real debe cumplir con un conjunto detallado de requisitos. Además de la competencia electoral (puntos 1 y 2), se supone la participación electoral de casi toda la población adulta (3 y 4) y la vigencia de una serie de libertades civiles (puntos 5 a 6). En la práctica, decidir si un régimen dado es o no una poliarquía puede ser algo muy subjetivo, ya que depende de los criterios que se apliquen para evaluar si esos requerimientos se cumplen en grado suficiente.

Algunas de las formas surgidas en la tercera ola desafían esta definición. Cumplen con sus exigencias, en mayor o menor medida, pero presentan otros rasgos no democráticos; por ejemplo, como sucedió en Chile, los militares que dejan el poder suelen conservar dominios reservados, fuera de la órbita de las autoridades electas. [15]

Estudiosos como O’Donnell han agregado, en consecuencia, más requisitos; en este caso, que las elecciones, además de libres y limpias, sean decisivas, en el sentido de que los funcionarios elegidos ejerzan de hecho sus funciones, puedan tomar las decisiones que normalmente reconoce un marco constitucional democrático, y finalicen su mandato en el periodo y en las condiciones establecidas en ese marco.

Otra cuestión, implícita en enunciados como el de Dahl, pero a veces incierta en los nuevos regímenes, es que las elecciones deben estar institucionalizadas; esto implica que los actores políticos dan por sentado que aquéllas continuarán regular e indefinidamente, y que desarrollan sus estrategias bajo ese supuesto. [16]

Otros autores proponen más elaboración. Diamond,  por ejemplo, intenta superar la lógica de las “definiciones schumpeterianas expandidas” concibiendo el proceso político en términos que excedan la intermitente lucha electoral, para abarcar un juego más amplio y continuo de representación, competencia y articulación de intereses por parte de los ciudadanos.

Así, la esfera de derechos civiles y políticos también debería ampliarse, pues ya no basta la que se limita a asegurar la autenticidad de las elecciones. Si una minoría o grupo mayoritario desfavorecido quiere abogar por un derecho no reconocido –civil, social, económico o de otra índole-, debe tener el derecho real a organizarse y actuar dentro del proceso político para intentar establecerlo, igual que acceso efectivo a la justicia y otras instituciones.

Este es un atributo que el autor incorpora a su propia noción de democracia. Añade, por ejemplo, además de los elementos que ya conocemos por las definiciones previas, la protección real de los derechos de los ciudadanos por una justicia independiente, no discriminatoria, cuyas decisiones sean cumplidas por los demás centros de poder; el control del poder ejecutivo por medio del parlamento, la justicia y otros mecanismos de accountability horizontal; las libertades de manifestar y peticionar. [17]

Consolidación de la democracia

Dado que los derechos y libertades civiles pueden estar vigentes en medida mayor o menor en los distintos países donde se realizan elecciones, es posible plantear un continuum de variación. Habría naciones que cumplirían de manera integral con los estándares propuestos de democracia, otras que serían democracias imperfectas o deficientes, y otras que cabría clasificar como regímenes autoritarios, pues, si bien en ellas hay elecciones, los requisitos mínimos no rigen en grado suficiente. Podrían distinguirse, igualmente, más formas intermedias.

En otras palabras, además de un punto de corte que separa a las democracias de las no democracias, existen grados o niveles de democracia (y de autoritarismo). En el paradigma tradicional, los países se desplazan a lo largo de este continuum. Si han hecho una transición a la democracia, se espera que avancen en su nivel de democratización, lo que supone perfeccionar y fortalecer el nuevo régimen; pero también puede haber retrocesos, bruscos o graduales, sea de la democracia al autoritarismo, sea de un nivel superior a otro inferior de democracia.

Este esquema ayuda a organizar algunos de los usos del concepto de consolidación democrática que se presentan en la literatura. Originalmente, consolidar la democracia significaba asegurarla, hacerla perdurar. Se cita con frecuencia la fórmula de Linz, según la cual una democracia está consolidada cuando se convierte en “el único casino en la ciudad”, es decir, cuando nadie imagina siquiera la posibilidad de actuar fuera de sus reglas [18]. El término se ha seguido utilizando en muchos sentidos diferentes y el resultado ha sido la confusión conceptual.

Schedler apunta que su significado depende del punto de observación y el horizonte que se adopte en el continuum de democratización [19]. Distingue, además del régimen autoritario, tres subtipos de democracia: a) la poliarquía de Dahl; b) una forma disminuida –democracia electoral-, en que las libertades civiles de la anterior no se cumplen en el mismo grado; c) una forma aumentada –democracia avanzada-, con rasgos adicionales a los de la poliarquía.

De aquí surgen cinco significados del término consolidación. Dos se relacionan con la tarea de evitar, desde la poliarquía o la democracia electoral, el horizonte negativo de la regresión al autoritarismo: a través de una caída brusca por la acción de fuerzas antidemocráticas, o debido a una erosión incremental o “muerte lenta”, signada por graduales avances autoritarios.

Otras dos posibilidades consisten en progresar en dirección a horizontes positivos; consolidar significa ahora “completar” la democracia, pasando de la democracia electoral a la poliarquía, o bien “profundizarla”, transitando desde estas dos hacia la democracia avanzada.

Schedler plantea un quinto uso de la noción de consolidación, con la poliarquía como punto de partida y llegada: la institucionalización democrática. Ésta comprende dos aspectos: uno es la construcción de instituciones específicas, como un sistema de partidos, cuerpos legislativos, sistemas de intermediación de intereses; otro, la “institucionalización sociológica”, con un significado similar a la idea de consolidación de Linz, pues se trata de que los actores lleguen a percibir las instituciones democráticas como parte del orden natural de las cosas.

La consolidación puede entenderse, asimismo, en el sentido sugerido por Lipset en su artículo de 1959, como el proceso por el cual la democracia logra legitimidad en la sociedad. La democracia estaría consolidada cuando se ha generalizado una profunda creencia de que representa la forma de gobierno más apropiada para el país.

Diamond observa que, más que una adhesión en lo abstracto, se trata de un compromiso – convertido en hábito, no cuestionado, a nivel de los valores y las conductas- con las prácticas y las reglas de juego del sistema constitucional, por parte de los actores políticos y los ciudadanos. Este compromiso, que inicialmente pudo haber sido meramente instrumental, se convierte en adhesión por razones de principio. El proceso de consolidación entrañaría, desde esta perspectiva, un cambio de la cultura política.

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José Eduardo Jorge (2010): Cultura Política y Democracia en Argentina, Edulp , La Plata, Cap. 1, pp. 36-43.
Texto editado por el autor en enero de 2016
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NOTAS Y BIBLIOGRAFÍA

[1] Huntington, 1991; Kurzman, 1998a; Franck, 1992.
[2] Fukuyama, op. Cit.
[3] Ver, por ejemplo, Foweraker and Krznaric, 2002.
[4] Diamond, 2002.
[5] Lipset, 1959, p. 74 y siguientes. Ver también Epstein et al., 2006; Robinson, 2006; Krieckhaus, 2006; Gerring et al., 2005; Mainwaring y Pérez Liñán, 2004; Kurzman et al., 2002; Przeworski and Limongi, 1993; Minnier, 2001.
[6] Lipset, op. Cit., p. 82.
[7] Almond and Verba, 1963.
[8] Corea del Sur, por ejemplo, era en los años sesenta una sociedad agraria que se contaba entre las más pobres del mundo. Un Estado autoritario y represivo, fuertemente dirigista en lo económico, fue capaz de orquestar un rápido desarrollo industrial orientado a la exportación. En una sociedad con ingresos cada vez más elevados y una población crecientemente organizada y movilizada, la clase media en ascenso y los sectores trabajadores presionaron por reformas políticas, que se plasmaron en la apertura democrática de fines de los ochenta. Ver Ju Kim, 2000.
[9] Carothers, 2002 y 2007; Diamond, 2002; Tilly, 2003; Bunce, 2000; Remmer, 1997; Munck and Leff, 1997; Levine, 1985.
[10] Kurzman, 1998b.
[11] Carothers, 2002 y 2007.
[12] Ver O’Donnell, 2001; Diamond, 1997; Schmitter and Karl, 1991.
[13] Schumpeter, 1963, p. 343.
[14] Dahl, 1989. También Krouse, 1982; Bailey and Braybrooke, 2003.
[15] Rabkin, 1992.
[16] O’Donnell, 2001 y 1998a. El autor sostiene además que la democracia no debería ser analizada sólo al nivel del régimen político, sino también del Estado, especialmente como sistema legal.
[17] Diamond, 1997.
[18] Linz, 1991.
[19] Schedler, 1998, 1997 y 2001; Rovira Mas, 2002; Schmitter and Santiso, 1998.