Cuando los Argentinos Apoyaban los Golpes de Estado

A Cincuenta Años de la
Asonada Militar de 1966

José Eduardo JorgeJosé Eduardo Jorge

Blog de Cambio CulturalEl 28 de junio de 1966 los militares derrocaban a Arturo Illia e instauraban la dictadura del general Juan Carlos Onganía. El golpe fue promovido y apoyado por amplios sectores de la política, el periodismo y los intelectuales. Contó además con la pasividad o el consentimiento de la población. Una encuesta de 1965 muestra que los argentinos justificaban los golpes de estado. Una mirada retrospectiva, para reflexionar sobre los avances y los límites de nuestra cultura democrática

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Ha transcurrido medio siglo desde el golpe militar del 28 de junio de 1966, que derrocó al gobierno de Arturo Illia e instauró la dictadura del general Juan Carlos Onganía –temprana insinuación del régimen que diez años más tarde habría de asolar al país. La fecha es oportuna no solo para reflexionar sobre el papel que cumplió la cultura política en el largo ciclo de intrusiones castrenses en nuestra vida institucional. Invita también a interrogarnos sobre el grado en que la cultura democrática ha progresado desde entonces entre los argentinos.

Buenos Aires en los 60
Buenos Aires en los años sesenta

Si la democracia restaurada en 1983 representó un punto de inflexión histórica, tampoco es posible ignorar su curso accidentado, los defectos ostensibles de su vida política y la escasez de sus respuestas a las necesidades y demandas de la población. Como en gran parte de América Latina –y, en general, de los países que convergieron en el fenómeno de expansión global de las instituciones representativas de fines del siglo XX-, es la calidad de la democracia ya establecida lo que constituye hoy el centro de las preocupaciones.

Un estudio minucioso sobre la evolución de las democracias latinoamericanas durante más de tres décadas subraya que la “tendencia dominante” ha sido “la combinación de elecciones libres y limpias con la represión parcial pero sistemática de los derechos de los ciudadanos”.[1] La Argentina no ha estado entre las excepciones.

La calidad imperfecta de una democracia –especialmente si es joven- abre un signo de interrogación sobre el futuro. El progreso no está garantizado y los retrocesos son siempre una posibilidad latente. Como la democracia es también una cuestión de grado, no puede descartarse que una regresión, aun paulatina, acabe por devolvernos más allá del umbral que nos separaba de los regímenes autocráticos. Los principales observadores vienen advirtiendo con insistencia sobre una “recesión democrática” global desde principios de siglo.[2]

Arturo Illia
Arturo Illia, de la Unión Cívica Radical del Pueblo (UCRP), había asumido la presidencia en 1963 con solo el 25% de los votos

En nuestro país, el hecho de que los ensayos democráticos del pasado hayan sido truncados por el filo de los sables creó la percepción pública de que el fin de la amenaza militar, consumado en 1990 al sofocarse el último alzamiento carapintada, clausuraba todas las amenazas que pesaban sobre la democracia. Pero el riesgo de una degradación, producida desde dentro del propio sistema, nunca se vio enteramente disipado.

Aquella falsa percepción ha descansado implícitamente en una idea tan atendible como simplista. En la medida que los regímenes militares personificaron la represión y el autoritarismo descarnados, fue un reflejo natural atribuir a la civilidad –ciudadanos y políticos- los caracteres íntegros del espíritu democrático. No solo el fin de la hegemonía militar no ha puesto fin a la influencia del autoritarismo político: éste, a más de treinta años de recuperada la democracia, sigue teniendo vitalidad.

En un mapa de la cultura política y la democracia en el mundo, que este autor elaboró analizando una muestra de más de 80 países a partir de datos de la Encuesta Mundial de Valores y la organización Freedom House, se ve que la Argentina forma parte, como la mayoría de las naciones de América Latina, del grupo de democracias híbridas o “adjetivadas”, que mezclan elementos democráticos y autoritarios.[3] Aun así, reflejando el hecho de que la democracia –en particular, la de alta calidad- sigue siendo un fenómeno raro, nuestro país se ubica en este atlas en una posición media-superior.

El examen de la cultura política ayuda a comprender la naturaleza de las democracias de baja calidad y puede sugerir nuevas vías para mejorarlas.  Constituye, además, un enfoque crítico: al esclarecer cuáles son los valores que subyacen en nuestras actitudes y prácticas políticas, contribuye al debate normativo y suele confrontarnos con verdades incómodas.

¿Qué Apoyo tenía la Democracia en los Años 60?

Los acontecimientos que llevaron al golpe de 1966 son ilustrativos del rol de la cultura política dentro del conjunto de factores que influyen en el surgimiento y consolidación de la democracia.[4] Desde 1930 hasta 1976, todas las interrupciones castrenses de los gobiernos electos contaron con el respaldo, el consentimiento o la pasividad de grupos civiles y de una parte considerable de la población.

Revista Atlántida de Marzo de 1965
Edición especial de la revista Atlántida de marzo de 1965, con  un informe sobre una encuesta política realizada por Gallup en la ciudad de Buenos Aires. Las elecciones legislativas –en las que participaría el peronismo, hasta entonces proscripto- tendrían lugar el 14 de ese mismo mes. Click en la imagen para leer el Informe completo en una ventana nueva

Al mismo tiempo, también las dictaduras militares fueron regímenes inestables. Esta dualidad refleja en parte la ya aludida hibridez de la cultura política argentina: si los valores democráticos no estaban profundamente arraigados, tampoco los ensayos autocráticos encontraron bases firmes para legitimarse.

En marzo de 1965, la revista Atlántida publicó en una edición extra los resultados de una encuesta sobre cuestiones políticas llevada a cabo por la filial argentina de Gallup. El objeto principal del sondeo, que se realizó entre los habitantes de la capital federal, eran las inminentes elecciones legislativas que tendrían lugar el 14 de ese mismo mes.

El presidente Arturo Illia, de la Unión Cívica Radical del Pueblo, gobernaba desde fines de 1963, luego de imponerse con el 25% de los votos sobre el candidato de la Unión Cívica Radical Intransigente, Oscar Alende, que había obtenido algo más del 16% de los sufragios. Con el 19%, el segundo lugar había sido para los votos en blanco, expresión del peronismo proscripto. La exclusión del justicialismo en aquellos comicios restaba legitimidad al gobierno de Illia, pero éste había levantado las restricciones para que los candidatos peronistas pudieran presentarse, bajo diversos rótulos, en las legislativas de 1965.

“¿Vale la pena votar?, rezaba el único título de tapa de ese número especial de Atlántida. Uno de los artículos de páginas interiores decía que “el fraude, las proscripciones, la anulación de comicios, en distintas épocas, han minado el prestigio del voto para los argentinos”.[5]

Arturo IlliaSobre el nuevo llamado a las urnas pesaba un grave antecedente. En marzo de 1962, bajo la presidencia de Arturo Frondizi, el peronismo también había sido habilitado y ganó la gobernación de la Provincia de Buenos Aires. Diez días después, Frondizi –que en sus casi cuatro años previos de mandato había sufrido continuos planteos de las fuerzas armadas- fue derrocado y confinado en la isla Martín García. Completaría su periodo el vicepresidente primero del Senado, José María Guido, que accedió a anular los comicios por exigencia de los militares. ¿Podría repetirse la situación tres años después?

Las encuestas políticas implementadas con métodos científicos no abundan en la Argentina antes de 1983, Al editor de Atlántida, Luis Pico Estrada, que introduce el número especial con su comentario, el dato del sondeo que le importa destacar es que el 92% de los entrevistados creía que “hacen falta hombres nuevos en la política argentina”. Lo interpreta como la expresión de una “actitud reticente”, de “incertidumbre” y “desaliento”. Cuando examinamos los resultados en detalle, vemos que sólo el 39% de los electores de la capital se manifiesta “muy interesado” por la elección y que el 35% se interesa “poco” o “nada”. De cualquier forma, el 80% iría a votar aunque no fuera obligatorio, cifra que crece al 91% entre las personas con educación superior.

Visto desde el presente, lo que hoy nos parece más llamativo es que el 68% de los encuestados tiende a justificar los golpes de estado: El 62% piensa que “estuvieron justificados algunas veces”, y el 6%, “siempre”. Apenas el 28% cree que “nunca” tuvieron fundamento.

Encuesta de 1965. Los Argentinos Justifican los Golpes de Estado
El gráfico del informe de Atlántida donde la mayoría de los porteños justifica los golpes

Los consultados, sin embargo, no parecen tan insatisfechos con los gobiernos surgidos del voto popular: el 84% afirma que “gobernaron mejor” que los nacidos de “revoluciones militares”, y nada más que un 8% dice que éstos fueron superiores. Al ser consultados por “los presidentes que mejor gobernaron hasta hoy”, el 29% menciona a Perón y el 25% a Yrigoyen. Le siguen Illia (10%), Alvear (9%) y Frondizi (5%). Recién después aparecen Aramburu (4%) y Justo (2%), mientras el 9% no elige a “ninguno”.

Encuesta Política de 1965. Los Presidentes que Mejor Gobernaron
Los presidentes que “gobernaron mejor”: Encabezan la lista Perón (29%) e Yrigoyen (25%).

Si la estabilidad de la democracia parece requerir una cultura política congruente es, entre otras cosas, porque esa cultura crea una base de apoyo en épocas difíciles. Cuando la gente no tiene interés en defenderla, la democracia puede sucumbir más fácilmente a los intentos de desestabilizarla. Además, cuanto más arraigada esté en la sociedad la cultura democrática, más aislados serán los sectores que conciban y estén dispuestos a buscar activamente otras alternativas.

Las actuales encuestas transnacionales han desarrollado indicadores específicos para determinar el grado de apoyo que posee la democracia entre los ciudadanos. No es un dato fácil de medir. Es posible que la gente apoye de manera abstracta la idea de democracia y, a la vez, que piense que el país no está maduro para tenerla. Desilusionada con la democracia existente, podría respaldar su interrupción “temporaria”, asumiendo que ésta hará las correcciones necesarias para que funcione mejor en el futuro.

Entre nosotros, casi todas las dictaduras recurrieron a este argumento para legitimarse (hecho que, de manera oblicua, muestra la fuerza nada despreciable que ha tenido históricamente la idea democrática entre los argentinos). Algunas democracias recientes –Perú, Nigeria, Tailandia- han pasado por este mismo escenario.

El 70% de los argentinos piensa hoy que la democracia “es preferible a cualquier otra forma de gobierno”, de acuerdo con la encuesta Latinobarómetro 2015. Solo un 15% dice que un “gobierno autoritario” puede ser “mejor en ciertas circunstancias” y otro 13% que “le da lo mismo”. Los porcentajes han sido relativamente constantes desde mediados de los años 90.

Pero estas opiniones explícitas sobre la deseabilidad de la democracia no son muy fiables como signo del verdadero respaldo que el sistema posee entre los ciudadanos. La estabilidad, la profundidad y la efectividad de la democracia dependen mucho más del grado en que un núcleo de valores democráticos fundamentales está arraigado en la sociedad.

Ese núcleo incluye valores como las aspiraciones de libertad, la igualdad de género, el respeto por los otros, la propensión a participar políticamente de manera autónoma y la confianza en los demás. Una estimación de este autor, basada en datos de la Encuesta Mundial de Valores, indica que estos valores se hallan difundidos en el 36% de los argentinos. El porcentaje es superior al 40% en la gran mayoría de los países con democracias de alta calidad –con un máximo de 70% en Noruega y Suecia- e inferior al 20% o menos en las naciones con los regímenes más autoritarios.[6]

El Apoyo Civil al Golpe de 1966

El peronismo, a través de sus distintas rúbricas, ganó las elecciones legislativas de marzo de 1965. El hecho de que los cargos en juego fueran de diputados y concejales, y de que el panorama en el Congreso Nacional cambiara poco, limitó el impacto del resultado.

Pero todos sabían que la prueba de fuego serían las elecciones de gobernadores previstas para marzo de 1967. Los problemas ya crónicos del país, especialmente de orden económico, no tenían respuestas adecuadas desde el gobierno. La Argentina era consciente de que estaba en decadencia y pensaba que la gestión de Illia no hacía nada para revertirlo. El golpe era una posibilidad siempre latente.

General Juan Carlos Onganía
El dictador Juan Carlos Onganía. Muchos de los periodistas e intelectuales que lo apoyaron tendrían motivos para arrepentirse

El comandante en jefe del ejército, Juan Carlos Onganía, había adquirido proyección popular en el primer tramo de la presidencia de Guido, cuando se produjo el enfrentamiento entre las dos grandes corrientes en que había quedado dividido el ejército, las que en aquellas jornadas pasaron a conocerse como “azules” y “colorados”. Los azules defendían una salida electoral amplia y la integración del peronismo a la vida política, mientras los colorados expresaban un antiperonismo a ultranza.

En septiembre de 1962, el conflicto –en el que se jugaba además el control interno del ejército- estalló con el alzamiento del bando azul. Al cabo de una serie de comunicados de los sublevados, intensos forcejeos políticos y algunas escaramuzas armadas, los azules se impusieron bajo el liderazgo de Onganía, uno de sus generales. Guido lo retribuyó con la jefatura del ejército.

Desde entonces, Onganía quedó instalado ante la opinión pública comoun jefe comprometido con el orden y la legalidad y, además, con espíritu de lucha y valor personal”, según la descripción de Félix Luna. “Desde 1945 un militar no despertaba resonancias semejantes en el corazón del pueblo”, agrega el historiador. Por esos días, la hinchada de Boca Juniors estrenó un nuevo canto: “¡Melones! ¡Sandías! ¡A Boca no lo paran ni los tanques de Onganía!”.[7]

La imagen que la prensa transmitía del gobierno de Illia era de parálisis y vacío de poder. El aspecto triste, pausado y avejentado del presidente era objeto de burlas. En este contexto, Onganía, que permanecía como comandante en jefe, surgía a los ojos de muchos como una figura hacia la que podían converger los grupos militares –obsesionados desde hacía tiempo por la presunta “amenaza comunista”-, sindicales, políticos y civiles, que especulaban con una caída del gobierno. Esa posibilidad se acrecentó cuando Onganía pidió su pase a retiro, a fines de 1965.

Robert Potash destaca el grado en que “distintos sectores civiles participaron en el proceso que culminó en el desmoronamiento del gobierno electo” y en el golpe que instaló a Onganía en la presidencia, el 28 de junio de 1966. Hubo quienes lo hicieron de manera activa, suministrando a los conspiradores militares propuestas de política o colaborando con acciones desestabilizadoras, o –como ocurrió con la mayoría- de un modo pasivo, observando todo con indiferencia.

Un amplio sector del periodismo se abocó a un trabajo de demolición de la gestión Illia. Desde mediados de 1965, indica Potash, “ciertos periódicos se habían comprometido en una campaña deliberada”. En sucesivos artículos, “el popular semanario Confirmado, recién fundado, trataba de convencer a sus lectores de que un golpe era inevitable y de que la única pregunta auténtica era cuándo se llevaría a cabo”. Otro semanario, Primera Plana, “llegó al extremo de realizar una encuesta de opinión pública sobre hasta dónde era deseable un golpey publicarla el mismo día de la asonada.[8]

Revista Primera Plana del 28 de Junio de 1966
El exitoso semanario Primera Plana promovió el derrocamiento de Illia. El mismo día de la asonada publicó una encuesta periodística sobre los sectores de la vida nacional que apoyaban o no el golpe de estado. Click en la imagen para leer el artículo completo en una ventana nueva

En una obra sobre la historia de los medios en la Argentina, Carlos Ulanovsky se refiere a la imagen “desafortunada” que la prensa escrita transmitía de Illia a través de “textos serios, de columnas encarnizadamente opositoras y hasta de chistes”. Se lo presentaba como “un político demasiado antiguo, con una forma de captar la realidad excesivamente distorsionada e ingenua; o un abuelo bonachón y decente, pero incapaz de generar poder y hasta algo ‘gettatore’”. El autor coincide en que revistas como Confirmado y Primera Plana alentaron el golpe. Registra que, un mes antes de que éste se produjera, el diario La Razón tituló: “Hacia fines de este mes se producirán hechos de singular trascendencia”.

Muy pronto, buena parte de la prensa tendría razones para arrepentirse. A partir de 1966, hubo censura, clausuras y detenciones de periodistas. “Cada mes había que discutir con los censores del gobierno militar cuántos centímetros de piel libre podían exhibir las modelos”, cuenta el responsable de una revista masculina.[9]

Transcripto por Ulanovsky, Sergio Caletti reconoce que numerosos periodistas de izquierda creían obsoleta la “democracia burguesa”. “Aunque muchos lo callen, en general muchos periodistas vimos bien el golpe del 66”, dice Caletti. “Desde un pensamiento de izquierda o desde el peronismo significaba sacarse de encima una legalidad mentirosa”.[x] Otra periodista, Julia Constenla, agrega que “formábamos parte de una cultura en la que la violencia se toleraba como una parte real de la política” y “la idea de democracia era un defecto pequeñoburgués”.[11]

Para terminar de comprender el incierto arraigo que tenía por entonces la democracia, agreguemos que el ex presidente Arturo Frondizi contribuyó a la caída de Illia y apoyó a Onganía, no sólo porque muchos dirigentes de la Unión Cívica Radical del Pueblo habían golpeado unos años antes las puertas de los cuarteles para pedir su propia destitución, sino porque, como remarca Potash, “había llegado a la conclusión de que los gobiernos electos no podían producir los cambios sociales, políticos y económicos de largo alcance que él consideraba esenciales”.[12]

Alain Rouquié destaca que el peronismo político y sindical “adhirió unánimemente” al golpe. A principios de julio, Perón envió desde Madrid una grabación en la que, a la vez que reclamaba elecciones, enfatizaba que los objetivos de la revolución militar coincidían con los del movimiento.[13] En este apoyo táctico a la dictadura convergía el poderoso dirigente sindical Augusto Timoteo Vandor, alias “El Lobo”, que quería crear un “peronismo sin Perón” y sería asesinado en junio de 1969.

¿Cuál fue, mientras tanto, la reacción de la gente común? En octubre de 1965, el diputado oficialista Luis León había sido consultado en Chile sobre la situación argentina. Declaró en aquel momento: “Creo que al militar o civil que intentase un golpe de fuerza, el pueblo argentino, que descubre que vive mejor, lo aniquilaría concentrándose por millones en las calles del país”.[14] Muy distinto será el clima que rodeará el derrocamiento de Illia. Relata Félix Luna: “Mansamente, por vías casi burocráticas, se hizo efectivo el operativo de expulsarlo de la Casa Rosada”. El país “balconeó la historia sin emoción, con indiferencia”, describe un cronista.[15] “Lo que impresiona al observador, además de la falta de resistencia activa o pasiva al golpe de estado –anota Rouquié-, es la debilidad de las reacciones negativas u hostiles. Deseada o consentida por algunos, la revolución era considerada inevitable por todos”.[16]

La pintoresca “encuesta” sobre el golpe publicada por Primera Plana sugiere una actitud quizás frecuente en el ciudadano de entonces. No se trata, en rigor, de una encuesta, sino de una indagación periodística, basada mayormente en fuentes secundarias y conjeturas, sobre las posiciones que tendrían frente al posible movimiento militar sectores y personajes castrenses, empresarios, universitarios, profesionales y gremiales.

La nota reproduce supuestas declaraciones de amas de casa. Hayan sido reales o ficticias, es significativo que el cronista destaque que, entre las que “apoyaban el golpe”, “la mitad rechaza la idea de que el régimen que se imponga se quede en el poder diez años, sin llamar a elecciones. ‘No, eso es demasiado; que se queden un año, arreglen las cosas y llamen a elecciones’”.

Potash apunta en el mismo sentido cuando hace un balance de todos los golpes militares entre 1930 y 1976. En cada uno, “parte de la opinión pública –a veces una parte muy importante- alentó a las Fuerzas Armadas”. Pero “una vez en el poder, los regímenes militares se vieron presionados por la opinión pública para limitar sus mandatos. Los mismos civiles que pidieron a los militares que actuaran, por lo general se interesaban en un acto de cirugía política, y no en una cura prolongada: al poco tiempo de la destitución de los gobiernos en ejercicio, esos civiles clamaban por la necesidad de devolverles el poder”.[17]

A diferencia de España, que tuvo una dictadura de cuarenta años, en la Argentina todos los regímenes autoritarios perdieron, después de un tiempo, su base de sustentación. Pero no es menos cierto que los “actos de cirugía” que una parte de la sociedad pedía o consentía de los interregnos militares revelaban, a la vez, el peso de los valores autoritarios en el seno de esa misma sociedad. Esos valores contribuirían a abrir la puerta, diez años más tarde, a una represión quirúrgica de alcances insospechados.

El Intento de Abolir la Política y los Conflictos

La Revolución Argentina, como se autodenominó el movimiento que llevó al poder a Onganía, dio el primer paso en aquella dirección. Entre los militares y grupos afines había adquirido contornos definitivos la “doctrina de la seguridad nacional”, cuyo antecedente había sido el Plan Conintes –“Conmoción Interna del Estado”- de la gestión Frondizi. En el contexto de la Guerra Fría, esta doctrina identificaba como su enemigo a la “infiltración marxista”, convertía a las fuerzas armadas en policía interna y llevaba a considerar sospechoso a cualquier ciudadano cuyas ideas tuvieran connotaciones “subversivas”.

Los militares habían llegado a la conclusión de que debían poner fin a la democracia tutelada que regía desde 1958 y asumir directamente las responsabilidades. Su objetivo era erradicar los conflictos sociales y partidarios, de los que se alimentaba, a su juicio, la “subversión”. Lograda la unidad, observa Cavarozzi, “la política dejaría el lugar a la administración, con el resultante predominio de técnicos situados por encima de los intereses sectoriales”.[18]

Investido de poderes extraordinarios, Onganía tenía la intención de quedarse indefinidamente. ¿Qué cualidades tenía ese hombre, que concitaba las esperanzas de tantos para sacar al país de la decadencia? Al parecer, no muchas. El franquista Manuel Fraga Iribarne, quien difícilmente le tuviera antipatía, declaró hace pocos años: “Yo conocí a Onganía y era una excelente persona, pero no parecía un hombre capaz de organizar una república”.[19] Félix Luna dice que “el país imaginó a Onganía, es decir, le proveyó de una imagen determinada”, pero ésta “era una imagen totalmente inventada”.[20]

La Revolución Argentina disolvió los partidos, en la idea de que sólo el gobierno debía hacer política; intervino las universidades –con violencia en el caso de la Universidad de Buenos Aires-, que sufrieron la sangría de sus mejores profesores y científicos; reprimió desde la actividad gremial hasta el uso del pelo largo y otros cambios de las costumbres; censuró todas las manifestaciones de la cultura: prensa, cine, teatro, libros. “Se perseguía a la subversión, entendida en sentido amplio, dondequiera que pudiera esconderse”, apunta Rouquié. Había una obsesión por el “orden moral”. En la “inmoralidad” –las luces de las boites, los besos en público- se veía “una puerta abierta a la subversión marxista”.[21]

Ocurre que en la década previa la Argentina no había dejado de modernizarse y crecer, aunque fuera a tasas modestas y siguiendo el conocido ciclo de “detención y arranque” (stop and go). Los nuevos sectores de la industria y los servicios crearon empleos para técnicos, profesionales y ejecutivos. La educación superior experimentó una notable expansión. Los cambios en los estilos de vida –desde los hábitos sexuales hasta la televisión, el jean o el rock- se propagaron en los estratos urbanos de clase media.

El cambio de valores posmoderno,[22] presente en especial entre los jóvenes, no tenía la magnitud ni la extensión que alcanzaba en los países industrializados, pero fue suficiente para alarmar a los grupos más conservadores, especialmente por el debilitamiento de las relaciones de autoridad que entraña ese giro cultural. En su estudio sobre el Estado Burocrático Autoritario, Guillermo O’Donnell ya había advertido que el régimen de Onganía –igual que sus homólogos de Brasil, Chile y Uruguay- emergió en un contexto de “caducidad de ciertas pautas de deferencia hacia el ‘superior’ social”, que incluía el cuestionamiento de la autoridad tradicional en ámbitos como la familia,  la escuela y el lugar de trabajo.[23]

Sobre la política económica de Onganía tenían influencia los grupos denominados “liberales” –pero que no renunciaban para sí ni a la intervención ni a los subsidios del Estado-. El programa económico se basó en la estabilización monetaria y fiscal, la desprotección de los sectores industriales considerados ineficientes y algunas grandes inversiones públicas.

La “abolición de la política”, la anulación –mediante la represión o la captación- de los mecanismos de mediación entre la sociedad y el Estado, y el cierre de los canales de expresión, produjeron una acumulación de tensiones que estallaron en el Cordobazo de mayo de 1969 y en la ola de movilizaciones sociales que le siguió. Las protestas explotaban en todo el país y en ellas participaban obreros, estudiantes universitarios, arrendatarios agrícolas o vecinos que reclamaban por problemas del barrio.

El Estado Leviatán se derrumbó víctima de los conflictos que supuestamente había venido a poner fin, pero que en la práctica contribuyó a exacerbar. Las demandas sociales y políticas se seguirían radicalizando y, con el surgimiento y rápida expansión de las organizaciones guerrilleras, terminarían con el gobierno de Onganía –desplazado por los comandantes en junio de 1970– y con su sucesor, el general Roberto Marcelo Levingston. Éste, incapaz de encontrar una salida al callejón en el que ahora se encontraban las fuerzas armadas, fue reemplazado en marzo de 1971 por el jefe del ejército, el general Alejandro Agustín Lanusse.

Poco antes, en noviembre de 1970, el radicalismo, el peronismo y algunos partidos menores habían llegado a un acuerdo, que dieron en llamar La Hora del Pueblo. El entendimiento, por el que exigían un inmediato llamado a elecciones, representaba un mensaje y una promesa inédita de convivencia política entre los dos partidos históricos, y sería el preludio de la reconciliación entre Perón y Balbín a fines de 1972. Los partidos políticos, los sindicatos y particularmente Perón, habían vuelto a ocupar el centro de la escena. Lanusse rehabilitó la actividad política y anunció la esperada salida electoral.

Nuestra Democracia Posautoritaria

Medio siglo es un horizonte de tiempo muy vasto en términos de nuestra vida como individuos. No lo es tanto para los ritmos del cambio cultural. A diferencia de lo que ocurría en los años 60, la democracia ha arraigado como el sistema en que los argentinos quieren vivir. Pero nuestra vida política, durante estas últimas tres décadas, no ha podido conciliarse todavía con un modelo deseable de convivencia democrática.

Transitamos aún –el término es de Rouquié- una democracia posautoritaria.[24] Su cultura no es “posmoderna”. Es todavía un híbrido, en el que gravitan con fuerza valores de la era de las chimeneas y aun los “premodernos”.

La formación y el cambio de la cultura política de un país dependen de un complicado conjunto de fuerzas que incluyen el desarrollo económico, la tradición cultural, la trayectoria histórica particular de esa sociedad, el aprendizaje político –que puede ser estimulado por una diversidad de procesos- y la influencia del contexto global y regional.[25]

La cultura de una sociedad cambia con lentitud. Esto alcanza a la esfera más específica de la cultura política. Dentro del complejo entramado de influencias que la modelan, el desarrollo económico, operando sobre la herencia cultural, es la fuerza de cambio más poderosa. Pero incluso a su ritmo, la velocidad de la mutación se mide, normalmente, en términos de generaciones.

Algunos politólogos asumen que la cultura democrática es un producto de la democracia misma, no la base que la sustenta. Si bien los actores políticos y los ciudadanos son capaces de modificar sus hábitos y aprender nuevos modos de ver el mundo –a partir de sus experiencias y de influencias titánicas como la globalización cultural-, el impacto del aprendizaje es por lo general limitado. El núcleo denso de la cultura política constituye un sistema de valores muy fundamentales, y no es frecuente que los individuos cambien sus valores básicos, que han adquirido en la etapa formativa de sus vidas y son parte de su personalidad.

El desarrollo parcial y asimétrico del país, que consolidó profundas desigualdades sociales y regionales, sumado a las crisis económicas sufridas desde mediados de los 70, con sus secuelas crecientes de pobreza y exclusión social, limitaron el ascenso de valores posmaterialistas asociados con la libertad política, la participación autónoma y las demandas políticas de orden superior. Los problemas políticos de la Argentina son, en buena medida, los de una sociedad que no termina de desarrollarse.

José Eduardo Jorge
2 de julio de 2016

Cambio Cultural
Cultura Política Argentina

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NOTAS

[1] Smith, Peter H. and Ziegler, Melissa R. (2008): “Liberal and Illiberal Democracy in Latin America”, Latin American Politics and Society, 50(1), pp. 31-57.

[2] Ver Diamond, Larry (2008): The Spirit of Democracy, Henry Holt, New York, pp. 56-67, así como los recientes informes anuales de la organización Freedom House sobre el estado de la libertad en el mundo.

[3] Jorge, José Eduardo (2015): “La cultura política argentina: una radiografía”, Question 1(48), pp. 372-403. Ver también Jorge, José Eduardo (2016): “Teoría de la Cultura Política. Enfocando el Caso Argentino”, Question 1(49), pp. 300-321.

[4] Parte del material de esta sección procede del análisis del derrocamiento del gobierno de Illia incluido en mi libro: Jorge, José Eduardo (2010): Cultura Política y Democracia en Argentina, Edulp, La Plata (Cap. 3, “La Democracia y el Leviatán”, pp. 132-142).

[5] Atlántida, Buenos Aires, Número Extra de Marzo de 1965, p. 53.

[6] Jorge, 2015, op. cit.

[7] Luna Félix (1975): De Perón a Lanusse 1943/1973, Planeta, Buenos Aires, p. 156.

[8] Potash, Robert (1994a): El Ejército y la política en la Argentina 1962-1973. De la caída de Frondizi a la restauración peronista, Sudamericana, Buenos Aires, Vol. 1, pp. 228-29.

[9] Ulanovsky, Carlos (2005): Paren las rotativas. Diarios, revistas y periodistas, Emecé, Buenos Aires, Vol. 1, pp. 244-59.

[10] Ulanovsky, op. cit., p. 250.

[11] Ibíd., p. 258. Ver un análisis del desarrollo del pensamiento antiliberal entre los intelectuales de izquierda de este periodo en Terán, Oscar (2013): Nuestros años sesentas. La formación de la nueva izquierda intelectual argentina, 1956-1966, Siglo Veintuno Editores, Buenos Aires, pp. 99-119.

[12] Potash, Robert (1994b): El Ejército y la política en la Argentina 1945-1962. De Perón a Frondizi, Sudamericana, Buenos Aires [1981], p.505.

[13] Rouquié, Alain (1986): Poder Militar y Sociedad Política en la Argentina, Hyspamérica, Buenos Aires [1978], Vol. 2,, pp. 256-7. Una reproducción de esta grabación de Perón se encuentra en Selser, Gregorio (1986): El Onganiato. La Espada y el Hisopo, Hyspamérica, Buenos Aires [1973], Vol. 1, pp. 108-119.

[14] Sánchez, Pedro (1983): La presidencia de Illia, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, p. 115.

[15] Ibíd., p. 167.

[16] Rouquié, op. cit., pp. 253-4.

[17] Potash, 1994b, op. cit., p. 507.

[18] Cavarozzi, Marcelo (1983): Autoritarismo y democracia (1955-1983), Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, pp. 33-38.

[19] Saborido, Jorge y Berenblum, Rubén (Comps.) (2002): Los Pactos de la Moncloa y la Argentina de Hoy, Macchi, Buenos Aires, p. 89.

[20] Luna, op. cit., p. 187

[21] Rouquié, op. cit., p. 263.

[22] Ver Jorge, 2010, op. cit., pp. 82-93 y, en particular: Inglehart, Ronald (1997): Modernization and Postmodernization. Cultural, Economic, and Political Change in Forty-Three Societies. Princeton University Press, Princeton. Inglehart, Ronald (1990): Culture Shift in Advanced Industrial Society, Princeton University Press, Princeton. Inglehart, Ronald (1997): Modernization and Postmodernization. Cultural, Economic, and Political Change in Forty-Three Societies. Princeton University Press, Princeton. Inglehart, Ronald (1990): Culture Shift in Advanced Industrial Society, Princeton University Press, Princeton.

[23] O’Donnell, Guillermo (2009): El Estado Burocrático-Autoritario, Prometeo, Buenos Aires [1982], pp. 49-50.

[24] Rouquié, Alain (2011): A la sombra de las dictaduras. La democracia en América Latina, FCE, Buenos Aires. Ver también Rouquié, A.: “Los argentinos están despolitizados”, La Nación, 26 de octubre de 2008.

[25] Analizo en detalle la acción de este sistema de fuerzas en Jorge, 2016, op. cit.