La Idea de Democracia
José Eduardo Jorge
Las concepciones ideales de la democracia. Elecciones, pluralismo y diversidad. Participación ciudadana y asociaciones civiles. Democracia social y económica. Democracia sustantiva y formal. Problemas de la democracia en América Latina. Desigualdad. Delegacionismo o Hiperpresidencialismo. Democracia participativa y Nueva Política. El ideal de convivencia. Profundidad de la democracia
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Dado que no existe consenso sobre la noción de democracia –pocos conceptos son tan polisémicos y controvertidos-, es necesario comenzar explicitando el sentido en que la utilizamos. En décadas recientes, la democracia real, igual que el modo de conceptualizarla, ha tendido a reducirse cada vez más al mecanismo de la competencia electoral.
Pero más allá de las elecciones –que son, desde luego, una de sus instituciones esenciales-, la democracia constituye, en términos normativos, un ordenamiento institucional que crea el marco para una forma de convivencia en la que cada individuo y grupo es libre de tener su propio proyecto de vida y de participar en condiciones de igualdad de la comunidad y el proceso políticos.
La democracia protege, por un lado, el derecho de los individuos y grupos de actuar para lograr sus fines y vivir de acuerdo con sus propios valores y creencias. Permite, por otro, que los miembros de la colectividad tomen y se sientan parte del desenvolvimiento de la sociedad política.
Visión ampliada del proceso político democrático
Así entendida, la democracia supone una diversidad social mucho más amplia que el pluralismo que supone la competencia de los grupos políticos por el poder. Implica una protección efectiva para que no haya grupos excluidos del ejercicio de los derechos, para que esos derechos no sean vulnerados por poderes estatales o no estatales, y para equilibrar las oportunidades de participación y las capacidades de negociación en el proceso político.
Las elecciones periódicas y las libertades que implican son un requisito esencial de la democracia, pues, estando el ejercicio del poder político en manos de representantes, sólo la competencia electoral plural hace posible la representación de los diversos grupos sociales y la vigencia del principio de mayoría.
Sin embargo, el control que significa la intermitente rendición de cuentas en las urnas no basta para asegurar la receptividad del sistema político a las preferencias de los ciudadanos, ni el amplio campo de derechos y garantías que reconozca la diversidad de proyectos de vida.
El proceso político democrático puede concebirse de un modo más inclusivo, como una actividad continua que entraña la participación de los ciudadanos, individualmente y a través de grupos y asociaciones civiles, mediante la deliberación pública y diversos canales y mecanismos de agregación, oposición y articulación de intereses.
Más allá del rol no sustituible que cumplen los partidos políticos y el parlamento como mediadores entre la sociedad civil y el Estado, el grado de democracia depende también de la amplitud, profundidad y equidad de este proceso político expandido.
Concepciones alternativas de democracia
Con distintas acepciones, se habla también de democracia social y económica [1]. Se dice, con razón, que la democracia política ha logrado realizar, en medida razonable, el valor de la libertad, pero no el de la igualdad en la distribución de la riqueza y las oportunidades de realización. En las democracias industrializadas, el Estado de Bienestar ayudó a que los derechos formales se volvieran efectivos para las grandes mayorías.
En los países pobres, igual que en los de desarrollo intermedio como la Argentina, las desigualdades sociales y económicas limitan seriamente el ejercicio real de los derechos de extensas franjas de la población. La práctica del clientelismo político, producto en parte de la desigualdad, tiende a perpetuarla, pues la continuidad de la relación de dependencia asegura la de los votos.
En este orden de ideas, suelen contraponerse la democracia formal y la sustantiva [2]: el formalismo de los procedimientos democráticos, frente a la concreción de un orden justo, que busque la felicidad de los ciudadanos; la igualdad de los derechos que se reconocen a las personas legales, frente a su desigualdad de hecho entre las personas reales; la ciudadanía de baja intensidad, frente a la participación real en los asuntos públicos.
Estas distinciones son atendibles, pero es necesario precaverse, especialmente en sociedades que emergen del autoritarismo, del riesgo de negar valor a la democracia conquistada y abrir la puerta a una regresión política. El reconocimiento de los derechos formales es un primer paso en dirección a su vigencia real.
Es más probable que los sectores desfavorecidos puedan expresarse, organizarse y actuar para reclamar por sus derechos en una democracia imperfecta que bajo un régimen autoritario. Aún en el caso de los grupos que, precedidos de una historia de sumisión, asumen su condición como un estado de cosas natural, incluso una democracia defectuosa ofrece la posibilidad de que tales situaciones sean denunciadas y se inicien acciones reparadoras desde fuera o dentro de los grupos excluidos.
Democracia y desigualdad en América Latina
No hay duda de que en América Latina, que es la región más desigual del mundo, el desempeño de las democracias, en este como en otros temas, ha sido insatisfactorio. En la mayoría de los países latinoamericanos, el Estado discrimina a los sectores vulnerables, de modo que la inequidad y el mal desempeño institucional se refuerzan mutuamente.
La desigualdad social tiene en la región profundas raíces históricas y culturales, igual que la debilidad del Estado, el clientelismo, la corrupción, el nepotismo y otros aspectos que afectan el funcionamiento de las instituciones. La única salida, por más ardua que parezca, es trabajar para mejorar la calidad de estas democracias, tratando de aumentar su disposición y capacidad para responder a las necesidades de la población.
Desde otro lugar del espectro ideológico, hay quienes creen que en democracia es más difícil aplicar lo que consideran “buenas políticas económicas”. Su argumento es que el gobierno, o bien evita tomar medidas necesarias que acarrean costos sociales, temiendo que se conviertan en una pérdida de votos, o bien enfrenta grandes dificultades para hacerlo, debido a la oposición del parlamento y de los grupos afectados.
Sobre esta base, en los años noventa se vio con buenos ojos en América Latina la concentración de poder en el ejecutivo, mediante la delegación de facultades legislativas y la limitación de otros controles institucionales, apuntando a una gestión puramente tecnocrática de la política económica.
Esta tendencia, que convergió con la tradición de líderes fuertes, la endémica debilidad de los partidos y la práctica de acumular poder con fines de control político –fenómenos englobados en lo que, con distintos matices, se ha llamado delegacionismo, hiperpresidencialismo, decisionismo-, ha tenido consecuencias sumamente negativas para la economía, la equidad social y la calidad institucional.
Los mecanismos de deliberación pública y los equilibrios institucionales -parlamentarios, judiciales, de control de la corrupción- establecen un marco que promueve el aprendizaje social sobre las políticas públicas. No sólo disminuye así la probabilidad de cometer grandes errores; también aumenta la de adoptar, antes o después, las políticas correctas, que se vuelven más sustentables por ser el resultado de la experiencia, la deliberación, las negociaciones, la participación de los distintos sectores involucrados y, en general, por hallarse legitimadas por un proceso decisorio de carácter más democrático.
La democracia es un régimen político. Aunque podamos hablar de democracia social y económica, en el sentido de una igualdad en términos de estatus social y de distribución del ingreso, es preferible reservar la palabra democracia, sin adjetivos, para referirnos a la democracia política. Luego, es posible plantear diversos tipos de relaciones entre el tipo de régimen político y los ámbitos económico, social y cultural, a fin de evaluar la capacidad de la democracia para alcanzar objetivos valiosos en cada una de esas esferas, o para examinar los posibles vínculos de causalidad entre la política, la economía, la cultura y la estructura social.
Participación y Nueva Política
Dos ideas de peso creciente son las de democracia participativa [3] y democracia directa. Los llamados a ampliar la participación de la gente en los actos de gobierno han ganado en intensidad desde que fueran iniciados, en los años sesenta, por movimientos estudiantiles de sociedades industrializadas.
La incorporación de mecanismos de democracia semidirecta en el ordenamiento institucional representativo –como la iniciativa y la consulta popular en la Constitución argentina de 1994– es parte de esta tendencia, a la que se agregan diversos ensayos de participación popular institucionalizada, especialmente en el nivel local.
La expresión “democracia participativa” suele utilizarse con distintos significados, que van desde un énfasis en el papel de las asociaciones voluntarias –concepción presente en la teoría de la democracia a partir de Tocqueville-, hasta las propuestas de multiplicar la intervención de las asambleas de ciudadanos en las decisiones de gobierno.
Las aspiraciones a una participación política más amplia tienen su origen en los profundos cambios sociales de las últimas décadas que, al expandir la educación terciaria, la información accesible a través de los medios de comunicación y la experiencia en ambientes laborales complejos, han aumentado las capacidades políticas de la población.[4]
En este contexto, también la sociedad civil experimenta transformaciones: ganan protagonismo las organizaciones de la “nueva política” –vinculadas a la ecología, el feminismo, el pacifismo, los derechos humanos, los movimientos sociales-, al tiempo que se generalizan modos de activismo no institucionalizados, como los petitorios, las manifestaciones y métodos similares de protesta y acción directa.
La estructura institucional de las democracias actuales tiene problemas para responder al nuevo escenario, pues se halla ajustada a las condiciones de la era industrial, que se distinguía por una participación limitada –dirigida desde arriba y canalizada a través de los grandes partidos tradicionales- y por el peso casi exclusivo que tenían las funciones de mediación en el conflicto distributivo.
Mientras estos fenómenos alcanzan su pleno desarrollo en las sociedades posindustriales, en la mayoría de las nuevas democracias es también la precariedad de las instituciones, su debilidad frente a las fuerzas de la globalización y sus dificultades para satisfacer demandas básicas de la gente, la que impulsa nuevas formas de organización social y activismo político.
Democracia, desarrollo y política económica
Con el colapso de la Unión Soviética y la conversión de China al capitalismo, se ha querido presentar la expansión democrática de fin de milenio como parte de “una desenfadada victoria del liberalismo político y económico”.[5] Queda claro, sin embargo, que no hay vínculo necesario entre la democracia y las políticas económicas liberales. Recordemos que la crisis del petróleo de 1973 significó el fin del pacto fordista –basado en la distribución de las ganancias de productividad- y la del Estado de Bienestar que se apoyaba sobre él.
En 1975, Crozier, Huntington y Watanuki publicaron su informe para la Comisión Trilateral sobre la “crisis de la democracia”, según el cual éstas enfrentaban una “sobrecarga” de demandas que el Estado –cuyo gasto como porcentaje del producto nacional había crecido significativamente desde la posguerra- no estaba ya en condiciones de satisfacer [6].
Poco después, con los gobiernos de Thatcher y Reagan, comenzaba el auge de la ideología neoconservadora que, con la globalización de las finanzas, la producción y el comercio, promovió la idea del mercado libre como principio organizador de la sociedad.
Sin embargo, a pesar de las políticas de privatización y liberalización implementadas, en la mayoría de los países desarrollados el Estado ha seguido representando entre el 40% y el 50% del producto bruto interno y no ha dejado de intervenir en la vida económica, especialmente a través de su política monetaria y fiscal.
Las crisis financieras, que golpearon primero a las economías emergentes –México (1995), Sudeste Asiático (1997), Rusia (1998), Brasil (1999), Argentina (2001)-, alcanzaron en 2008 a Estados Unidos y Europa y, con ello, reabrieron la discusión sobre el papel regulador y orientador del Estado –y de la política en general- en la vida económica.
Para los países que aún transitan el camino al desarrollo, cabe notar que la experiencia histórica muestra que los regímenes autoritarios no han demostrado ser mejores que la democracia para alcanzar la modernización económica y la prosperidad.
Por otro lado, al margen de las difundidas recetas universales, los considerados “milagros económicos” de la segunda mitad del Siglo XX –Japón, Alemania, España, Irlanda, Corea y demás “tigres” asiáticos- no se lograron mediante la imitación mecánica de otros modelos, sino implementando estrategias específicas, adaptadas a combinaciones, propias de cada país, de recursos humanos y naturales, instituciones políticas, rasgos culturales, circunstancias históricas y ubicación geográfica.
¿Cómo profundizar la democracia?
Después de lo expuesto, ¿en qué dirección puede plantearse la idea de una democracia más profunda, frente a las insuficiencias, cada vez más notorias, de las concepciones puramente formalistas?
Desde nuestro punto vista, se trata de que las instituciones respondan eficazmente a las demandas y necesidades de la gente, protejan la diversidad social y cultural, y dispongan instancias amplias, permanentes y equitativas de participación política de los ciudadanos, en forma individual y asociativa.
Notemos que el pensamiento sobre la democracia se mueve entre el ideal y lo real. Las democracias reales han sido siempre una versión muy imperfecta del ideal democrático; éste, a su vez, cambia con el devenir histórico. Como resultado, la democracia tiene un horizonte móvil.
En doscientos años, no sin grandes conflictos y luchas de los grupos postergados, la trama de derechos civiles y políticos se volvió más densa, se expandió e incluyó a un rango más vasto y diverso de grupos sociales. [7] Así sigue siendo hoy. La democracia se asume como un sistema perfectible; carece de un estado final, definitivo.
No es infrecuente que se hable de la democracia como un régimen mediocre. Tocqueville, que abordó tanto sus virtudes como sus “malas inclinaciones”, lo expresaba de este modo:
“¿Qué exigís de la sociedad y de su gobierno? Entendámonos. ¿Queréis dar al espíritu humano cierta elevación, una manera generosa de enfocar las cosas de este mundo? ¿Queréis inspirar a los hombres una especie de desprecio por los bienes materiales? ¿Deseáis hacer nacer, o mantener, convicciones profundas y preparar una gran abnegación? (…) ¿Pretendéis organizar un pueblo de forma que impere sobre todos los demás? ¿Lo destináis a intentar grandes empresas y, en cual sea el resultado de sus esfuerzos, a dejar una intensa huella en la historia? Si éste es, según vosotros, el objeto principal que deben proponerse los hombres en sociedad, no adoptéis el gobierno de la democracia, pues con toda seguridad no os conducirá a él”. [8]
Y, sin embargo, la democracia se nos presenta como un ideal de convivencia muy difícil de alcanzar, que sólo ha podido plasmarse, y en forma inacabada, en breves y contados momentos de la historia.
En la actualidad, afirma Touraine, el desafío de la democracia consiste en “hacer vivir juntos a individuos y grupos cada vez más diferentes los unos a los otros, en una sociedad que debe también funcionar como una unidad”. [9] Para Bauman, la democracia “aspira a lograr la cuadratura del círculo menos susceptible de convertirse en cuadrado: pretende preservar simultáneamente la libertad de actuación del Estado, los individuos y sus asociaciones, convirtiendo la libertad de cada uno de ellos en condición necesaria de la libertad de los otros”.[10]
Sigue: Las democracias reales: definiciones
José Eduardo Jorge (2010): Cultura Política y Democracia en Argentina, Edulp ,
La Plata, Cap. 1, pp. 29-35.
Texto editado por el autor en enero de 2016
Tema Ampliado: I – II – III – IV – V – VI
Cambio Cultural
Cultura Política Argentina
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Enlaces Externos
Más Publicaciones Académicas
Jorge, José Eduardo (2010): El Trabajo de la Democracia. Tolerancia y Discriminación en la Cultura Política, Question 1(32).
NOTAS Y BIBLIOGRAFÍA
[1] Huber et al., 1997; Sartori, 2003; Kourvetaris and Dobratz, 1982.
[2] Ver, por ejemplo, Quiroga, 2001.
[3] Huber et al, op. Cit.
[4] Inglehart, 1990 y 1997.
[5] Fukuyama, 1989.
[6] Crozier, Huntington and Watanuki, 1975.
[7] Markoff, 1999; O’Donnell, 2001.
[8] De Tocqueville, 1984 [1835], p. 247.
[9] Touraine, 1998, p. 176.
[10] Bauman, 2003, pp. 163-164.