Cultura Política de la Democracia en Argentina

El Caso Argentino y la Calidad
de las Nuevas Democracias

José Eduardo JorgeJosé Eduardo Jorge

Cultura Política

La democracia argentina en el mundo. Cultura política y democracias «adjetivadas» o de baja calidad. Carácter típico del caso argentino. La cultura política híbrida. Un problema de desarrollo. Trayectoria histórica y tradición cultural: la debilidad de la comunidad cívica en Argentina. El sistema «predatorio» de Diamond. Hipótesis sobre los casos híbridos: jerarquía de valores inestable e influencia de los medios y los actores políticos en el corto plazo. Inconsistencia de valores e Hipocresía Moral. Ir a la Parte 1: Cultura Política Argentina I

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Democracias híbridas

Las democracias de baja calidad surgidas en gran número a fines del siglo XX constituyen uno de los fenómenos políticos distintivos del actual escenario mundial. Caracterizan, en especial, a América Latina, donde solo tres países –Uruguay, Chile y Costa Rica- califican como democracias “plenas”.

En la historia de la humanidad la democracia ha sido siempre un hecho raro. Hoy lo es la que desborda el básico menester de las elecciones periódicas y da respuestas efectivas a las demandas de los ciudadanos, dilata la esfera de libertades y derechos y aloja instituciones imparciales y transparentes.

Argentina integra, como la mayoría de los países latinoamericanos, el grupo grande de democracias “adjetivadas” o “disminuidas” (Jorge, 2010, pp. 36-54). Se trata de casos políticos “híbridos”,  que mezclan –aunque en proporciones variables- aspectos democráticos y no democráticos.

Es un grupo heterogéneo y de límites difusos. En nuestro mapa de la cultura política y la democracia en el mundo (Figura 1), reúne al menos a las democracias “plenas” pero de calidad no óptima y a varios de los regímenes “intermedios” –los países “parcialmente libres” de Freedom House- mejor calificados.

El enfoque de la cultura política puede contribuir a una mejor comprensión de esta clase de sistemas políticos, pues está bien equipado para analizar aspectos clave de su esencial hibridez (Jorge, 2016).

Figura 1
Cultura  Política Democrática y
Nivel de Democracia en el Mundo

Influencia de la Cultura Política Democrática sobre la Calidad de la Democracia
Fuente: Jorge, José Eduardo (2015): “La cultura política argentina: una radiografía”, Question 1(48), pp. 372-403. Ver Índice de Cultura Política Democrática. Click en la imagen para agrandar

La Democracia Argentina en el Mundo

La idea de un supuesto “enigma argentino” –el de un país inexplicablemente malogrado-, se ha vuelto con el tiempo un rasgo constante de la cultura nacional y de la imagen que muchos ciudadanos, políticos e intelectuales tienen del país. Las narrativas que gestaron y no cesan de alimentar esa conjetura tienen raíces obvias en el mito de la grandeza argentina, una creación de las elites patricias que dirigieron la modernización del país (Jorge, 2016).

Es preciso reconocer la eficacia de ese mito incluso en el resto del mundo. “El fracaso de la Argentina como nación es uno de los misterios políticos más grandes del siglo”, decía, en 1978, la revista británica New Statesman.[1]

¿Es la Argentina un caso “excepcional”?. En lo político, no parece así. En el mapa de la Figura 1, se encuentra en una zona “media superior” en Nivel de Democracia –nota 8,3- y en Cultura Política Democrática, que alcanza al 36,5% de la población, cifra similar a la de Chile y México (Jorge, 2015, pp. 391-3).

Argentina aparece como un caso ordinario, dentro de lo que predicen nuestros modelos de regresión: la calidad de su democracia es congruente con el nivel de su cultura democrática.

Dos países vecinos se desvían un poco de las probabilidades. El 10 de Chile en democracia excede lo esperable por su cultura democrática (37,2%). Ésta se extiende, en 16 de los 20 países con nota 10, al 40% o más de la población. Es el caso de Uruguay (42%). Lo inusual aquí es que este porcentaje –el más alto de los latinoamericanos– supera lo predecible por el nivel de desarrollo económico del país. México tiene un desempeño institucional pobre en relación con su desarrollo y cultura democrática.

Las desviaciones se originan en variables no incluidas en los modelos de regresión. Éstos explican “solo” el 54% del nivel de democracia. Aunque los modelos estadísticos pueden perfeccionarse, algunos factores son exclusivos de cada sociedad. Igual que entre los individuos, no hay dos países con biografías idénticas. La descripción densa es capaz de dar información valiosa sobre estos aspectos singulares.

A primera vista, la Argentina no está tan lejos del valor crítico del 40% en cultura democrática, por encima del cual se ubican las democracias de alta calidad. Pero en más de 20 años –periodo en el que disponemos de datos- el índice de la Argentina ha oscilado en torno de su porcentaje actual (Figura 2) (ver Jorge, 2015, p. 393). Esto parece abonar la extendida impresión de que el país no ha quedado lejos de “dar el salto” al grupo de naciones más avanzadas.

Figura 2
Evolución del Índice de Cultura Política Democrática
en América Latina
– % de la Población

Cultura de la Democracia en América Latina
Fuente: José Eduardo Jorge (2016). Cálculos propios a partir de la base de datos de la Encuesta Mundial de Valores. N = 38.500. Ver datos y otros detalles en La Cultura Política de la Democracia en América Latina. Click en la imagen para agrandar

Estudiando el periodo 1950-1990, Przeworski et al (2000) registran que la Argentina de 1975 es la nación con el ingreso por habitante más elevado en la que haya sucumbido la democracia (p. 106). Y al examinar los “orígenes económicos” de los regímenes políticos, Acemoglu y Robinson (2006) consideran a la Argentina del siglo XX el modelo más acabado de una de las cuatro vías principales de “desarrollo político”: aquella en que la democracia emerge cíclicamente, pero sin lograr consolidarse.

Nada de esto hace al país “excepcional” en lo político: se trata de un ejemplo típico, en la franja superior de los casos “intermedios”. En el contexto del fenómeno global de las democracias problemáticas, estos casos son particularmente interesantes desde el punto de vista de la cultura política.

Un Problema de Desarrollo

El marco teórico que formulé en Jorge (2016) sugiere que una porción considerable de los problemas políticos de la Argentina se explica por un desarrollo insuficiente.

En una sociedad de ingreso medio, con fuertes desigualdades sociales y regionales de distribución de la riqueza y grado de modernización, encuentra límites naturales el giro hacia los valores asociados con prioridades de orden superior –la libertad política, la igualdad de derechos, el respeto por el otro o la participación-, que exceden las básicas necesidades materiales y de seguridad.

Acentúan esos límites las crisis económicas sufridas desde los 70, que han producido grandes oscilaciones en las condiciones de vida y cristalizado situaciones crecientes de pobreza y exclusión.

El impacto de todos estos procesos sobre los valores de las sucesivas generaciones de argentinos desde mediados de los 80 hasta el presente, así como las diferencias de valores entre algunas regiones del país –que reflejan las históricas asimetrías de nuestro desarrollo-, son abordados en Jorge, 2010 y Jorge et al, 2015 (ver la evolución de la cultura política argentina desde la recuperación de la democracia).

Las crisis de los últimos 30 años han hecho fluctuar la jerarquía de valores de la población. Aun en las sociedades más desarrolladas, la teoría de la posmodernización prevé que las prioridades materialistas ascenderán de modo coyuntural en periodos de recesión o turbulencia económica (Jorge, 2010, pp. 82-93).. De hecho, si el desarrollo se revirtiera, también lo haría el cambio cultural.

Los valores “posmaterialistas” de los argentinos, partiendo de un piso en la medición 1984 de la Encuesta Mundial de Valores, alcanzan un máximo –luego de tres años de alto crecimiento y baja inflación- en 1995, se desploman tras la crisis de 2001 y parecen buscar un punto de inflexión recién en estos últimos años (Jorge, 2015; Jorge et al., 2015, pp. 98-9).

Si la Argentina no es una rareza en lo político, ¿lo es por su largo declive relativo en el terreno económico? Aunque dilucidar esta cuestión no forma parte de nuestros objetivos, podemos notar que el régimen “predatorio” referido por Diamond (2008) –o, desde otra perspectiva, la debilidad de la “comunidad cívica”- constituye también una situación típica, una suerte de “estado natural” en la historia de la mayor parte de las sociedades (North et al., 2009).

La rápida modernización lograda por el país en el último tercio del siglo XIX, siguiendo las líneas trazadas por Alberdi –cuyo proyecto “autoritario progresista” (Halperín Dongui, 2007, p. 50) anticipó en más de un siglo la idea de las “pre-condiciones” de la democracia-, fue insuficiente y parcial. La apertura política de 1912, que hizo de la Argentina una de las democracias de la Primera Ola descripta por Huntington, fue sin duda el emergente de una sociedad mucho más compleja, próspera y movilizada que la de 1853. Pero los sectores de la elite que entonces la creyeron conveniente darían marcha atrás en 1930, para retomar las riendas ante un giro irreversible del contexto económico mundial.

Putnam (1993) mostró, en el caso de Italia, que los modelos de convivencia social –la comunidad cívica y su opuesto- eran estados de equilibrio cuyo origen podía remontarse muy atrás en el pasado. Las referencias a la baja confianza interpersonal –un rasgo actual de la Argentina y de casi toda América Latina (Jorge, 2015 y 2010, pp. 269-73)-, así como a la proliferación de los dilemas del prisionero y otras situaciones y actitudes típicas de no cooperación –que ha recogido la noción popular de “viveza criolla”- abundan en los escritos de Agustín Álvarez, Roberto J. Payró y otros autores de principios del siglo XX.

Las críticas de Ricardo Rojas en La Restauración Nacionalista (1910) al “ansia de la riqueza sin escrúpulos”, el “individualismo demoledor” o la “indiferencia” por las “funciones cívicas”, parecen encerrar más que una reacción ante el ascenso de la modernidad. Un sentido similar tienen las alusiones de José Luis Romero a la “mentalidad aluvial” y la “tremenda crisis moral” de esa época, cuando “la aspiración al ascenso social” despreciaba hasta “los últimos escrúpulos” (Romero, 2008, p. 187).

La “indiferencia popular” (Rock, 2006, p. 21), el bajo nivel de movilización política o compromiso cívico en que descansó el orden político previo a 1912, se prolonga en la “falta de una conciencia popular” que Félix Luna deplora en su biografía de Yrigoyen y en la pasividad de la población frente al golpe de 1930 y todos los que siguieron.

A la debilidad de la comunidad cívica y el sesgo “depredador” del régimen sociopolítico remiten también descripciones más cercanas en el tiempo de los comportamientos sociales, a los que se han aplicado adjetivos como “facciosos”, “corporativos”, “al margen de la ley”, “rentísticos”, “especulativos” o “asistencialistas”.

Van en la misma dirección el concepto de “estado pretoriano” de Huntington (1968) y la idea de una sociedad “empatada”, con escasa inclinación a la cooperación y el compromiso, que funciona por acciones de bloqueo entre los actores; cuyo Estado, convertido en otro campo de batalla de estas fuerzas de la sociedad civil, se halla “colonizado” por ellas y es por lo tanto incapaz de cumplir adecuadamente con sus funciones.

Hipótesis sobre los Casos Híbridos

Pero si la génesis histórica de los componentes de la cultura política tiene su propio interés, lo que importa a los fines prácticos es comprender su eficacia en la situación presente. Planteo aquí dos hipótesis principales sobre la naturaleza de los casos en que –por una combinación de historia, tradición y, sobre todo, de un desarrollo importante, pero limitado o parcial- muestran, como la Argentina, caracteres híbridos en mayor o menor grado.

La primera hipótesis es que en los regímenes de este tipo la jerarquía de valores de la cultura política puede presentar grados variables pero notorios de inconsistencia e inestabilidad. La causa de este fenómeno es el modo parcial e irregular con que los valores democráticos están distribuidos entre los estratos, segmentos demográficos y regiones del país, así como la situación ambigua de grupos amplios de la población en la estructura social. Una inconsistencia similar existe probablemente en el nivel psicológico individual.

No hay sociedades con una cultura democrática perfectamente coherente y homogénea: todas son híbridas en alguna medida. Lo que sugieren análisis como el mapa de la Figura 1 es que, cuando los valores democráticos alcanzan en la sociedad una masa crítica, la cultura política adquiere una densidad que se traslada a la vida institucional. Suecia, Noruega y, en medida algo menor, Suiza, exhiben la cultura democrática más extendida y consistente de nuestra muestra de sociedades. En el plano de las instituciones, el índice de Freedom House no llega a captar estas diferencias dentro del grupo de democracias de alta calidad.

En el caso híbrido, la sociedad puede albergar tendencias democráticas sustanciales, pero a la vez inconclusas y volubles. La calidad e intensidad de las demandas que la gente dirige al sistema político suelen tener el mismo carácter: aspiraciones de nivel superior llegan a alternar, en el orden de prioridades, con reclamos básicos.

Mi segunda hipótesis es que la variabilidad en la jerarquía de valores o prioridades no es solo función de las coyunturas económicas –o de otros sucesos que ponen en riesgo la seguridad material o física de los ciudadanos-, sino también de la dinámica institucional –la flecha “e” del primer gráfico de nuestro modelo teórico– y del conjunto de influencias comprendidas en los procesos de aprendizaje de ese modelo.

El desconcierto que genera entre no pocos políticos y analistas la “inconstancia” del ciudadano  argentino proviene en parte de una mala comprensión de estas influencias, en especial la que ejercen los medios de comunicación y la acción de los dirigentes políticos, los grupos civiles y otros líderes de opinión.

Mi argumento se apoya en los aspectos psicológicos de la teoría de los valores como ha sido formulada, entre otros, por Schwartz (1992). Las actitudes y la conducta de una persona resultan de un trade-off entre los valores competitivos que son relevantes para ella en una situación (Jorge, 2015, pp. 373-4).

Para que un valor influya, debe ser psicológicamente activado. Esta activación puede ocurrir, por ejemplo, porque el valor está presente explícita o implícitamente en la situación, pero también por la información a la que se expone el individuo (Verplanken y Holland, 2002). Como gran parte del público no piensa o discute mucho sobre temas políticos, tiene importancia el esfuerzo que hagan o no los medios y los actores políticos y civiles para explicar cómo los temas de la agenda se relacionan con los valores fundamentales.

Nuestro modelo teórico implica que la jerarquía de valores de la población depende, a igualdad de los otros factores, del nivel de desarrollo. Al representarnos la evolución de esa estructura de valores en el tiempo, debemos pensar en una tendencia de largo plazo que resulta de una sucesión de oscilaciones de corto plazo. Aún asumiendo que el nivel de desarrollo define los picos y valles potenciales, entre ellos hay un margen de influencia para la deliberación y la acción políticas. En los casos híbridos, donde la prioridad de los valores materialistas y de orden superior es inestable, esa influencia puede tener efectos pronunciados.

Las demandas, las prioridades o los “problemas más importantes de la gente” no son, pues, algo dado, que los políticos descubren por medio de las encuestas, a fin de responder con acciones simbólicas o efectivas: son, en parte, un producto de la acción –y de la inacción- de los mismos políticos. Esta “endogeneidad”, que surge de las influencias recíprocas entre las esferas cultural y político-institucional, es generalmente ignorada por una tecnología electoral aun incipiente entre nosotros.

Si esta particular estructura de valores parece así dar un guiño a la acción transformadora de la política, otros corolarios de mis hipótesis son menos alentadores. Por un lado, como la subcultura política de la elite no escapa a la inconsistencia, los ensayos de cambio “de arriba hacia abajo” serán infrecuentes.

Otra derivación es la difusión de un conjunto de comportamientos que la psicología social ha englobado bajo el concepto de “hipocresía moral” (Graham et al, 2015). Estos comportamientos se extienden desde la simple «duplicidad«, «engaño moral» o “hipocresía” propiamente dicha –ejemplificada por Don Ignacio, el personaje de Payró que alzaba la bandera de la “honradez administrativa” y, llegado a la Intendencia de Pago Chico, no dejó corruptela sin cometer-, hasta el “doble estándar” –la aplicación selectiva de los principios democráticos- o la “debilidad moral” –los “frustrados” con la política que terminaron por retraerse-. Todos estos fenómenos tienden a dar continuidad al régimen híbrido reproduciendo sus incoherencias.

Queda abierta la cuestión de si el desarrollo económico puede ser promovido por el “buen gobierno”, el orden jurídico o las políticas públicas. Pero no debemos olvidar que la calidad misma de la política –y aun de lo que esperamos de ella- se encuentra, a su vez, muy condicionada por aquél.

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José Eduardo Jorge (2010): Cultura Política y Democracia en Argentina, Edulp, La Plata
José Eduardo Jorge
(2016): Teoría de la Cultura Política. Enfocando el Caso Argentino, Question, 1(49), pp. 300-321
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Más Publicaciones Académicas

José Eduardo Jorge (2015): La Cultura Política Argentina: una Radiografía, Question, 1(48), pp. 372-403.

Bibliografía

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NOTAS

[1] Citado por Krauss, Clifford: “Argentina’s new chapter in an epic of frustration”, The New York Times, December 22, 2001.