José Eduardo Jorge: Cultura Política y Democracia en Argentina

Un Análsis de la Cultura de
la Democracia en Argentina

PublicacionesJosé Eduardo Jorge: Cultura Política y Democracia en Argentina, Edulp, Editorial de la Universidad Nacional de La Plata, La Plata, noviembre de 2010. 400 páginas. ISBN 978-950-34-0539-0. Descarga gratuita de la versión digital en el Repositorio Institucional de la Universidad Nacional de La Plata (SEDICI).  También puede descargarse como PDF en Google Books: Cultura Política y Democracia en Argentina

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José Eduardo Jorge Cultura Política y Democracia en ArgentinaLa cultura política comprende las ideas, valores y hábitos de individuos y grupos referidos al proceso político, sus actores e instituciones. El establecimiento de una democracia electoral no abre el paso automáticamente a instituciones efectivas. Es en la estabilidad, profundidad y efectividad de la democracia, más allá del periódico ejercicio electoral, donde la cultura política cumple un rol prominente.

El Capítulo 1, La Expansión Global de la Democracia (pp. 29-65), analiza en detalle el fenómeno de expansión global de la democracia, conocido como la Tercera Ola, que tuvo lugar desde mediados de los años setenta. Aborda las definiciones conceptuales y operativas de la noción de democracia, así como los aportes y limitaciones de los modelos utilizados en el estudio de las transiciones democráticas. Finaliza con un balance del periodo democrático inaugurado en Argentina en 1983.

El Capítulo 2, El Estudio de la Cultura Política (pp. 67-128), expone los enfoques teóricos para el estudio de la cultura política. Examina el origen y evolución del concepto y profundiza en el modelo de la cultura cívica de Almond y Verba, la teoría de la posmodernización de Inglehart, el enfoque del capital social de Putnam, las hipótesis referidas a los efectos de los medios sobre la cultura política y la cuestión de la socialización política adulta. .

El Capítulo 3, La Democracia y el Leviatán (pp. 131-154) pone brevemente en perspectiva histórica la experiencia democrática iniciada en 1983, tomando como punto de partida el golpe de estado de 1966, que derrocó al gobierno civil de Arturo Illia e instauró la dictadura militar conocida como Revolución Argentina.

El Capítulo 4, El Apoyo a la Democracia (pp. 151-176) enfoca, a partir de datos de estudios por encuesta transnacionales, la cuestión del apoyo a la democracia y la evaluación de su desempeño por parte de los argentinos.

El Capítulo 5, La Crisis de Confianza en las Instituciones (pp.177-218), analiza cómo evolucionó la credibilidad de las instituciones políticas de la Argentina desde la recuperación de la democracia hasta 2006. Compara los indicadores de confianza institucional del periodo con los que se observan en otras democracias tardías y maduras.

El Capítulo 6, Los Argentinos y la Política: del Interés a la Apatía (pp. 219-252), aborda la trayectoria seguida por del interés por la política desde la restauración democrática hasta 2006. Examina las tendencias que llevaron del entusiasmo inicial a la apatía hacia fines del siglo XX, así como los desarrollos posteriores a la crisis económica y política de los años 2001 y 2002. Explora asimismo, utilizando modelos de regresión a partir de datos de la World Values Survey (WVS), las posibles causas del interés y la desafección.

El Capítulo 7, Confiar y Cooperar: Evolución y Fuentes del Capital Social (pp. 253-304) indaga, en perspectiva comparada transnacional, la evolución en Argentina de dos componentes centrales del capital social: la participación en organizaciones voluntarias y la confianza interpersonal. Profundiza en algunos de los enfoques sobre el tema abordados en el Capítulo 2, al ahondar en detalle en las teorías sobre las fuentes de la confianza interpersonal. Finalmente aplica el análisis de regresión, empleando datos de la WVS, para inquirir las posibles fuentes de la inserción en asociaciones voluntarias, la confianza interpersonal y el activismo político no convencional entre los argentinos, así como los potenciales nexos causales entre estas tres variables clave de la cultura política.

El Capítulo 8, sobre La Cultura Política en el Gran La Playa y Algunas Comparaciones entre Regiones Argentinas (pp. 305-346) constituye una aproximación al estudio de las diferencias regionales de cultura política en el país. Esta sección presenta resultados de la Encuesta sobre la Cultura Política en el Gran La Plata (2008) dirigida por el autor a mediados de 2008 como parte del Proyecto de Investigación PID-P001 (UNLP, 2006-2008), y los compara con las características del contexto nacional y de la Ciudad de Buenos Aires, el Conurbano bonaerense y el Interior del país, mediante cálculos propios a partir de la base de la WVS.

El EpílogoPara que la Democracia Funcione, Hacen Falta Demócratas (pp. 347-351) proporciona una visión sumaria de los hallazgos y conclusiones obtenidos.

El Anexo contiene tablas estadísticas adicionales, información técnica y detalles sobre las fuentes de datos utilizadas. Ver además la Bibliografía

A continuación se reproduce la Introducción del libro (pp. 19-24)

Introducción

La cultura política comprende las ideas, valores y hábitos de individuos y grupos referidos al proceso político, sus actores e instituciones. El renovado interés por su estudio coincide con la historia reciente de expansión de la democracia: desde mediados de la década de los setenta, alrededor de ochenta países adoptaron esa forma de gobierno en un lapso de veinticinco años. En estas sociedades, como la argentina y la mayoría de las latinoamericanas, una cultura política democrática parece ser esencial para la persistencia y la calidad del sistema, tanto como pueden serlo las cuestiones económicas e institucionales.

El potencial transformador de esas nuevas experiencias democráticas no oculta los problemas que, como vemos en América Latina, afrontan muchas de ellas para responder a las expectativas creadas con su instauración. El establecimiento de una democracia electoral no abre el paso automáticamente a instituciones efectivas, que den respuesta a las demandas y preferencias de la gente y actúen eficazmente para solucionar los problemas del país. Es en la estabilidad, profundidad y efectividad de la democracia, más allá del periódico ejercicio electoral, donde la cultura política cumple un rol prominente.

Un supuesto central de este enfoque es que las ideas, valores y conductas de la gente común tienen una influencia decisiva en el rumbo de las democracias. Mientras la literatura sobre transición democrática ha puesto el acento en el papel de las elites o dirigencias políticas en los cambios de régimen, una visión amplia de la cultura política asume que la solidez de la democracia y el desempeño de sus instituciones encuentran sustento en lo que piensan y sienten los ciudadanos comunes.

Es más probable que la democracia sobreviva frente a situaciones adversas si la gran mayoría de la gente está convencida de que es la mejor forma de gobierno y rechaza cualquier alternativa autoritaria. Las políticas de gobierno, igual que el sistema político en general, serán más proclives a prestar atención y dar soluciones a las necesidades de  la población si ésta muestra interés por lo que pasa, se informa y posee la disposición y capacidad para hacerse oír, asociarse y participar. La vida cívica y política será de mayor calidad si la tolerancia, la confianza y las normas de cooperación se hallan razonablemente difundidas en la sociedad.

¿Depende la existencia de estas orientaciones culturales de condiciones económicas e institucionales previas? El desarrollo económico y el funcionamiento institucional, ¿son influidos por tales orientaciones, y en qué medida? Mientras estas preguntas sustantivas seguirán siendo objeto de debate, en la práctica se observa que muchos aspectos de las tres dimensiones –económica, institucional y sociocultural- se influyen recíprocamente, lo que nos previene de adoptar cualquier forma de determinismo. Así, aunque se ha postulado al desarrollo económico como una precondición de la democracia, la experiencia política de los pueblos –en particular, como sucedió entre nosotros, la experiencia del autoritarismo- ha probado ser también una fuerza democratizadora: los bienes políticos que provee la democracia son ahora valorados en sí mismos, más allá de la insatisfacción por las dificultades económicas y por la imperfección de las propias instituciones.

La discusión se presenta asimismo al abordar en detalle cuáles son las ideas y valores más importantes que, una vez arraigados en la sociedad, sirven de sustento a una democracia plena. Un indicador de solidez de la democracia es el grado de apoyo incondicional con que ésta cuenta entre la población. Se trata de un apoyo por principio, no instrumental, es decir, independiente de lo bien o mal que se juzgue su funcionamiento. En cuanto a los cimientos de una democracia de calidad, los análisis convergen en destacar un conjunto delimitado de aspectos, algunos de los cuales tienen una larga tradición en el pensamiento político: el interés por la política, los hábitos participativos, el asociacionismo, la tolerancia, la confianza entre las personas, las conductas de cooperación. Donde las personas y grupos poseen estas disposiciones, así como un nivel mínimo de recursos materiales y habilidades para actuar en el ámbito cívico y político –lo que supone un grado de desarrollo económico y humano-, es probable que encontremos instituciones democráticas más efectivas, transparentes y sensibles a las preferencias de la población. En parte, porque la gente actúa para conseguirlas; en parte, porque los dirigentes y funcionarios están imbuidos del mismo ethos democrático.

Queda claro que en estas consideraciones subyace una concepción normativa de la democracia. Ésta debe ser más que elecciones periódicas. El “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, aún en la democracia representativa moderna, significa más que el derecho de votar cada dos años a los representantes que asumirán el ejercicio efectivo del poder político. Las políticas públicas deben responder a las preferencias, las demandas, las necesidades de la gente. Y esto, si bien no requiere ciudadanos que vivan para la política, sí implica un grado de implicación y actitudes compatibles con esas aspiraciones.

La participación de la gente en el proceso político, más allá de las instancias electorales, no sólo contribuye a hacer más probable la disposición y capacidad del gobierno para dar respuestas, y a crear mecanismos adicionales de rendición de cuentas o accountability. Es concebida, además, como un bien valioso en sí mismo.

Una de sus formas más importantes es la inserción en grupos y organizaciones voluntarias creadas por los propios ciudadanos. Es en este tipo de asociaciones –desde las culturales, religiosas o deportivas, hasta las organizaciones ecológicas, sociales, barriales o de derechos humanos-, donde suelen encontrarse, en la sociedad actual, las características de comunicación personal, relaciones horizontales y participación directa en las decisiones, que caracterizan el ideal de autogobierno encarnado en el concepto original de democracia.

Las asociaciones civiles, formales o no, promueven la efectividad del gobierno democrático por sus efectos internos sobre los participantes y externos sobre el sistema político. Al asociarse, los individuos se ven en la necesidad de precisar y explicitar sus puntos de vista y objetivos, y acrecientan su capacidad de darlos a conocer públicamente y de actuar para concretarlos. Internamente, las asociaciones funcionan como “escuelas de democracia”. En ellas, las personas desarrollan los hábitos de cooperar para alcanzar objetivos comunes y de intercambiar opiniones en un contexto de tolerancia. Adquieren, además, las habilidades prácticas que se necesitan para participar de la vida pública: organizar reuniones, redactar documentos, llevar una gacetilla al diario, pronunciar un discurso. Los participantes aprenden también “virtudes cívicas”, como la confianza, las normas de cooperación y el interés por los asuntos públicos.

Una densa red de asociaciones voluntarias –es decir, de microdemocracias- constituye, de este modo, la infraestructura que sustenta la democracia mayor. Esta es la base de la concepción que, frente a las tendencias actuales a la desafección política y a la erosión del sentido de ciudadanía, destaca el rol de la sociedad civil, el capital social, la cultura cívica o la confianza, para hacer funcionar la democracia.

La cuestión de la confianza entre las personas merece una referencia adicional. Hablamos aquí de la confianza en la mayoría de la gente, es decir, en las personas en general, no en individuos particulares como nuestros conocidos. A esta confianza interpersonal se la suele llamar, por la misma razón, confianza generalizada –y también liviana, pues es mucho menos intensa que la que depositamos, por ejemplo, en familiares y amigos.

¿Por qué es importante este tipo de confianza? En los últimos quince años, la respuesta a esta pregunta se ha convertido –igual que la noción misma de capital social- en uno de los temas más debatidos e investigados de las ciencias sociales y políticas. Sin entrar, por ahora, en el detalle de las controversias que rodean la discusión, podemos destacar las ideas más importantes. La confianza, en esencia, facilita y hace más probable la cooperación. Una comunidad en la que abunde la confianza tenderá a recurrir a la cooperación y la asociación para solucionar los problemas colectivos. En un barrio que sufre necesidades, los vecinos que confían entre sí pueden unirse para realizar algún trabajo conjunto, o para crear un centro de fomento. Con ello, beneficiarán a todo el barrio, incluyendo a los vecinos que no confían ni cooperan. Éstos, quizás, cambiarán su actitud posteriormente, aunque más no sea por presión social, es decir, por efecto de las normas de cooperación que habrán comenzado a emerger.

A nivel de la sociedad general, todo esto parece tener consecuencias sobre la política, la economía y otras áreas de la vida social.  Se ha observado, por ejemplo, que los países con una alta proporción de personas que confían en la mayoría de la gente son, con pocas excepciones, los mismos en los que las instituciones democráticas han funcionado durante más tiempo en forma ininterrumpida. Existiría, pues, una relación entre confianza y estabilidad política, y también, posiblemente, entre confianza y calidad de la democracia. Los países con elevada confianza interpersonal exhiben, según varios estudios, un mayor crecimiento económico a largo plazo, pues la confianza tendría el efecto de reducir lo que los economistas llaman “costos de transacción”. Las sociedades con confianza tienen, entre otras cosas, índices más bajos de corrupción, de delitos, de accidentes de tránsito y de evasión impositiva.

Aunque apoyada en la comunicación y la participación directas que suponen las asociaciones civiles, la confianza y la cooperación, la democracia necesita, en la compleja sociedad moderna, de la representación política y de la comunicación a través de los medios. ¿Qué papel cumplen éstos en la conformación de la cultura política? ¿Hacen posible, con su actual estructura y contenidos, una deliberación pública genuina, con la suficiente calidad y diversidad para permitir al ciudadano arribar a opiniones racionales sobre un universo de temas que, en la sociedad del siglo XXI, no deja de crecer en complejidad y multiplicidad?

Estas cuestiones capitales han puesto a los medios de comunicación, una vez más, en el centro de arduos debates. Para unos, los medios –en especial, la televisión-, con su cobertura política fragmentaria y superficial, cargada de malas noticias y agresión política, contribuyen a la pérdida de confianza en las instituciones y a la caída de la participación política convencional –como la concurrencia a las urnas y la afiliación partidaria- que se observan en buena parte de las democracias nuevas y maduras. Otros, adoptando una perspectiva de más largo plazo, sostienen que el desarrollo y difusión de los medios aumentó enormemente la información política de la población, hecho que, acompañado de crecientes niveles educativos, expandió en forma sustancial las capacidades políticas de la gente común.

Tampoco escapan a estas controversias las visiones normativas. Las concepciones elitistas de la democracia suponen un ciudadano poco y mal informado, con escasa capacidad de juicio político, cuyas opiniones mal podrían servir de orientación a los responsables de definir las políticas de Estado. A estos argumentos es posible oponer otras investigaciones, que muestran las facultades del público para el análisis crítico y la deliberación, y para formarse preferencias razonables, coherentes y estables sobre políticas públicas.

Los problemas, en muchos casos, no tienen su origen en las capacidades del público, sino en las distorsiones que se producen dentro del sistema de información, que alcanzan tanto a los medios –poca diversidad de puntos de vista, influencia de intereses sobre su agenda- como al sistema político: falta de transparencia informativa, prácticas del secreto y el engaño políticos, gravitación de grupos de interés y otros procesos semejantes. Además, la enorme penetración de la televisión ofrece a los políticos la posibilidad de llegar a grandes públicos sin la mediación de los partidos, debilitados en muchas sociedades, como otras instituciones, por la pérdida de credibilidad. Esto abre el paso al fenómeno de personalización de la política: suelen importar más las cualidades personales del candidato y su habilidad frente a las cámaras que las ideas que defiende. El uso táctico de las encuestas, la retórica y la coyuntura, dominan, en muchos casos, frente a la visión estratégica y la comunicación genuina entre políticos y ciudadanos.

Ver: Cultura Política de la Democracia en Argentina
Un análisis en 2016

Cambio Cultural
Cultura Política Argentina

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