Opinión Pública y Democracia

Las encuestas de opinión

José Eduardo Jorge

Temas Clave Medios de ComunicaciónLas preferencias de los ciudadanos: su influencia sobre el gobierno. Rol de los sondeos en la democracia. La visión de Gallup. Problemas de las encuestas: la «endogeneidad». Características de la opinión pública. Capacidad de los ciudadanos para entender la política. Los estudios de Converse. La posición de Schumpeter.  El marketing político y la manipulación del público

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La democracia implica que los dirigentes e instituciones políticas tienen la disposición y capacidad para responder a las preferencias y necesidades de los ciudadanos. Responsiveness -traducido a veces como “capacidad de respuesta”, “receptividad” o incluso “responsividad”- es el término utilizado para designar este rasgo que la teoría considera una nota esencial del gobierno democrático.[1]

Pero si esta es la teoría, ¿qué ocurre en la práctica? Aquí las aguas se dividen, tanto desde el punto de vista empírico como normativo.

Función de las encuestas en democracia

A los que ven que en el mundo real las preferencias de la gente ejercen efectivamente una gran influencia sobre las decisiones de gobierno, se oponen los que afirman que ese efecto es pequeño o insignificante, y los que creen que el influjo existe en ciertas circunstancias pero no en otras.

Otros sostienen que los gobiernos no deberían responder siempre a las demandas de los ciudadanos, partiendo de que la gente común no tiene conocimientos, actitudes formadas o equilibrio suficiente para definir el rumbo de políticas específicas en materia de economía, educación, salud, seguridad, relaciones exteriores y otras áreas especializadas.

Nos sale al paso, además, otra cuestión crucial: ¿cómo conocen los dirigentes las preferencias de la población? En las democracias modernas, el instrumento privilegiado –omnipresente- son las encuestas. Pero esta herramienta también es discutida. Se dice, por ejemplo, que ha dado paso a gobiernos demasiado complacientes, que eluden las medidas necesarias cuando éstas no corresponden a los deseos del público. Otros, inversamente, argumentan que los dirigentes políticos y los grupos de interés utilizan los sondeos para manipular las opiniones de la población.

La expresión “gobernar para las encuestas” suele aludir a la práctica de hacer lo que la gente quiere –o, al menos, de no hacer lo que la gente no quiere-, pero más frecuentemente a la política de dedicar esfuerzo únicamente a aquellos temas que a la gente le preocupan, sólo en el momento y por el tiempo en que a la gente le preocupan, muchas veces sin otra intención que la de transmitir el mensaje de que se está haciendo algo, hasta que la preocupación haya pasado.

Un periodista del diario Clarín escribía a principios de 2009, a propósito del recurrente problema de la inseguridad en el Conurbano bonaerense: “Lo que resulta más que llamativo pasados los 25 años de democracia plena en la Argentina es que se avizoren en el panorama tan pocos políticos con intenciones de llevar a cabo políticas. Y que actúen casi calcados, idénticos, en general, por reacción espasmódica ante los acontecimientos o ante sus veneradas encuestas”.[2]

Los sondeos, pues, parecen un arma de doble filo. Siendo una técnica que permite conocer con razonable certeza –sin el sesgo de otros procedimientos y formas de participación- las opiniones y demandas de los ciudadanos, deberían, a primera vista, contribuir a reforzar y profundizar la democracia. Pero las cosas son más complejas.

Gallup, que a mediados de los años treinta inventó las encuestas políticas basadas en los métodos científicos que hoy conocemos, las veía como una forma de promover la democracia. Con ellas surgía “un nuevo instrumento que puede ayudar a cerrar la brecha entre la gente y quienes son responsables de tomar decisiones en su nombre”. Advertía que los políticos ya no seguirían siendo engañados por la imagen distorsionada del público general transmitida por grupos de presión que pretendían hablar por toda la población.

También quedarían expuestos los dirigentes que se atribuyeran, a sí mismos y a sus acciones, una popularidad que no tenían, como ocurría en los regímenes autoritarios. Gallup creía en la capacidad del público y criticaba a los que pensaban que la gente común debía mantenerse “lo más lejos posible de la elite cuya función es elaborar las leyes”.[3] Su visión de las encuestas como una forma de “referéndum por muestreo” llevaba implícita la idea de un gobierno dirigido por el público.

Limitaciones de los sondeos de opinión

Un cientista político de su misma época, Lindsay Rogers, salió al cruce de esta concepción en un libro crítico titulado Los Encuestadores (1949). El trabajo defendía que el marco constitucional de la democracia no preveía un gobierno de la mayoría puro y simple, sino que también protegía los derechos de las minorías. Los órganos representativos hacían posible la negociación y el compromiso entre opiniones e intereses contrarios, algo vedado al mecanismo de consulta popular por medio de los sondeos.

Éstos tampoco creaban un espacio para la deliberación entre los ciudadanos, un proceso que requería discusión y tiempo. Existía, finalmente, el riesgo de que los dirigentes políticos dejaran de ejercer la función de liderazgo. En una democracia, los líderes debían escuchar a la opinión pública, pero también, si era necesario, educarla.[4]

Más recientemente, Verba volvió a plantear el rol de las encuestas en democracia, definiéndolas como “un medio de participación política”.[5] Su argumento es que otras formas de participación ciudadana –las asociaciones civiles, las protestas, las cartas de lectores y demás- son socialmente desiguales: los que participan son aquellos que están más motivados –debido a su interés por cuestiones específicas o por la política en general- y/o que poseen los recursos –educativos, materiales, sociales- para poder hacerlo.

Si los políticos intentaran conocer las preferencias de la gente escuchando la voz de los más activos –cosa que ocurre a menudo-, se formarían una imagen distorsionada. Luego, si respondieran a las preferencias determinadas de esa manera, los menos dotados en motivación y recursos –aspectos que están en buena medida entrelazados- habrían quedado excluidos.

Frente a esto, la encuesta tiene la ventaja, a raíz del procedimiento de muestreo aleatorio, de dar a cada ciudadano –dentro de ciertos límites- la misma probabilidad de ser consultado. De este modo, representa a todos los ciudadanos por igual. En palabras de Verba, los sondeos “son como las elecciones, en las cuales cada individuo tiene igual voz, sólo que mejores (…) Recogen más información. El voto dice poco sobre las preferencias de los votantes, excepto en el sentido restringido de su elección del candidato”. El autor no propone un “gobierno por encuestas”, sino ver a éstas como parte del proceso de participación ciudadana, que igual existiría sin ellas.

Verba también plantea los límites de la técnica. En primer lugar, la aleatoriedad no es perfecta, porque algunas personas no son localizables, o son difíciles de encontrar, o –como sucede cada vez más- se niegan a contestar. Los porcentajes de rechazo en los últimos años han subido hasta el 25% o 30% de los individuos contactados.

Otra limitación es que los temas por los que se pregunta reflejan la agenda de quien encargó la encuesta, no la del mismo encuestado. Y a esto se suma que sólo los grupos con recursos pueden contratar un sondeo. De ello resulta que mientras la selección de los entrevistados no está sesgada, sí lo está la de quienes hacen las preguntas.

Hay un problema de “endogeneidad”: las respuestas obtenidas son, en parte, una reacción a la información que los entrevistados reciben de los medios o de los mismos funcionarios. En consecuencia, tanto las preguntas como las respuestas están afectadas por el mismo proceso político sobre el que habrán de influir. Finalmente, Verba apunta que “es común notar que, con frecuencia, las opiniones no existen hasta que se realiza la pregunta y el entrevistado se enfrenta con la necesidad de contestar”, si bien en algunos temas la información recopilada sobre la población es “bastante sólida”.

Propiedades de la opinión pública

Hemos vuelto, pues, a la cuestión de la capacidad del público. Un antecedente ampliamente citado es el estudio de panel realizado por Converse a fines de los años cincuenta. Al encuestar a las mismas personas en 1956, 1958 y 1960, Converse halló que las respuestas a las mismas preguntas sobre política pública no seguían un patrón definido, sino que parecían variar en forma aleatoria.

Infirió que la mayor parte de la gente no tiene actitudes reales sobre muchos temas, sino que, al ser entrevistada, simplemente se siente obligada a dar una respuesta.[6] De todo esto surge un grave interrogante: ¿las encuestas miden la opinión pública, o construyen opinión artificialmente allí donde no existe?

La concepción procedimental de la democracia se apoya en la noción de “método democrático” de Schumpeter. Y éste, a su vez, derivaba su idea de democracia como “método” del supuesto de que los ciudadanos son incompetentes en temas políticos. Decía Schumpeter que “el ciudadano normal desciende a un nivel inferior de prestación mental tan pronto como penetra en el campo de la política. Argumenta y analiza de una manera que él mismo calificaría de infantil si estuviese dentro de la esfera de sus intereses efectivos. Se hace de nuevo primitivo”.[7]

Por eso nuestro autor encontraba grandes dificultades en la teoría que él llamaba “clásica” de la democracia: ésta postula que el pueblo tiene “una opinión definida y racional sobre toda cuestión singular” y elige representantes para que pongan esas opiniones en práctica. Schumpeter decide invertir la ecuación: el fin primario del sistema democrático no es, como dice la teoría “clásica”, investir al electorado del poder de decidir las controversias políticas, sino de elegir a los hombres que tomarán esas decisiones. “En realidad, el pueblo no plantea ni decide las controversias, sino que estas cuestiones, que determinan su destino, se plantean y deciden normalmente para el pueblo”.[8]

“¿Schumpeter exagera?”, se pregunta Sartori, refiriéndose a aquello de que el hombre común desciende a un estado mental primitivo al ocuparse de política. “Tal vez, pero no tanto”, es su propia respuesta. Su explicación es que la educación en general no es sinónimo de educación política, y que tampoco estar bien informados sobre política nos hace competentes para practicarla. “Ello explica cómo puede crecer el nivel generalizado de instrucción sin el correspondiente aumento de ciudadanos interesados, luego informados y, finalmente, competentes”.

El hilo de su razonamiento sigue al de Schumpeter: “El verdadero poder del electorado es el poder de escoger a quién lo gobernará. Entonces, las elecciones no deciden las cuestiones a decidir, sino quién será el que las decida”.[9] Sartori critica a los jóvenes sesentistas que proclamaban la “democracia participativa” y propone como modelo ideal de democracia a la “poliarquía selectiva”: el gobierno de “los mejores”, seleccionados por medio del voto.

Puede parecer curioso que un referente de la política realista como Maquiavelo haya arribado a una conclusión opuesta. Si nos guiamos por El Príncipe, su concepción de la naturaleza humana parece ser pesimista, pues “de la inmensa mayoría de los hombres puede decirse que son ingratos, volubles, engañosos, deseosos de evitar peligros y ansiosos de ganancias”. Pero en los Discursos, en el capítulo LVIII del Libro primero, sostiene que “la multitud es más sabia y más constante que un príncipe”. Explica:

“(…) en cuanto a la prudencia y a la estabilidad, digo que un pueblo es más prudente, más estable y de mejor juicio que un príncipe. No sin razón la voz de un pueblo se parece a la voz de Dios, porque vemos que la opinión general produce efectos asombrosos en sus pronósticos, de modo que parece que, por oculta virtud, prevé su mal y su bien. En cuanto a juzgar las cosas, cuando él escucha dos opiniones que tienden a distintas partes y, si ellas son de igual virtud, rarísimas veces se ve que no elija la opinión mejor, y que no comprenda la verdad que escucha”.[10]

El mismo Schumpeter reconocía que “hay mucho de verdad en el dicho de Jefferson de que el pueblo es en definitiva más inteligente de lo que puede serlo un individuo singular”. Pero él creía que la “psique colectiva” sólo podía llegar a opiniones razonables si se le daba tiempo. En el corto plazo, era posible engañarla y conducirla a algo que realmente no quería. Los procedimientos utilizados para ello eran “similares exactamente a los que se emplean en la propaganda comercial”.[11]

Hoy pocos creen que el público pueda ser permanentemente manipulado, pero hay consenso en que los políticos y grupos de interés buscan con frecuencia crear o dirigir estados de opinión, y a veces engañar a la gente, mediante tácticas retóricas[12], operaciones de prensa, financiamiento de think tanks y otros instrumentos.

Las encuestas, que proporcionan los datos para planificar estas acciones y medir sus resultados, se han convertido en parte integral del marketing político. El enfoque de marketing tiende naturalmente a adaptar la “oferta” a las necesidades y demandas de la población, pero también a convertir al político en un “producto”, al ciudadano en mero “consumidor” y a la comunicación política en un conjunto de “promesas” no siempre genuinas.

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José Eduardo Jorge
(2010): Cultura Política y Democracia en Argentina,
Edulp , La Plata, Cap.  5, pp. 205-210
Texto editado por el autor en enero de 2016
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Jorge, José Eduardo (2007): «Encuestas, Democracia y Políticas Públicas«, Question, 1(14)

NOTAS Y BIBLIOGRAFÍA

[1] Las concepciones formalistas de la democracia relativizan este punto. Schmitter y Karl (1991) sostienen que “los gobernantes pueden no seguir siempre el curso de acción preferido por la ciudadanía. Pero cuando se desvían de tal política, por ejemplo sobre la base de la ‘razón de estado’ o del ‘interés nacional’, deben en última instancia rendir cuentas de sus acciones a través de procesos regulares y justos” (p. 226). Desde este punto de vista, la nota esencial de la democracia no es la capacidad de respuesta, sino el mecanismo de rendición de cuentas.

[2] Marcelo Moreno: “El extraño mensaje de un delito”, Clarín, 28 de enero de 2009.
[3] George Gallup and Saul F. Rae: The Pulse of Democracy (1940), citado por Fried, 2006.
[4] Fried, op. Cit.
[5] Verba, 1996.
[6] Page and Shapiro, 2002, pp. 5-6.
[7] Schumpeter, 1963, p. 335.
[8] Schumpeter, op. Cit., p. 343 y p. 338.
[9] Sartori, 2003, pp. 109-110.
[10] Maquiavelo, 2003, pp. 193-194.
[11] Schumpeter, op. Cit., p. 336 y p. 338.
[12] Ver Perloff, 1991; De Montmollin, 1985.