Medios de Comunicación en Democracia

Los medios y la cultura
política democrática

Temas Clave Medios de ComunicaciónJosé Eduardo Jorge

El rol de los medios de comunicación en la democracia: el enfoque de la cultura política. Visiones criticas del impacto de los medios. El malestar político en las democracias nuevas y maduras: diferencias y causas. Ver Blog: Política y Democracia en la Era de Facebook: las críticas al rol de la esfera pública digital en la elección presidencial 2016 en EEUU y el referéndum por el Brexit

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Uno de los enfoques más importantes sobre el rol de los medios de comunicación en el funcionamiento de la democracia es el que analiza los efectos de los medios en relación con la cultura política.

Este tipo de investigación aborda el posible impacto de los medios sobre un conjunto de valores, creencias y pautas de conducta fundamentales, que conforman en gran medida las orientaciones generales de los ciudadanos hacia la política.

Comprende, entre otros aspectos, las actitudes de las personas hacia la democracia, sus instituciones centrales y su propia relación con el sistema político, igual que la participación en asociaciones civiles y la difusión de valores básicos para la vida democrática, como la confianza, el respeto o tolerancia, las aspiraciones de libertad, la participación, la cooperación y la solidaridad (Jorge, 2010).

La idea de que los medios de comunicación cumplen un papel importante en la esfera de la cultura política goza de aceptación general, pero la naturaleza exacta y la intensidad de ese influjo son un campo lleno de controversias e hipótesis contradictorias.

Un gran volumen de la literatura reciente tiene una visión crítica del impacto de los medios, pues les atribuye la responsabilidad –o al menos parte de ella- de las actitudes negativas hacia el sistema político que se han extendido entre los ciudadanos de las democracias modernas.

Mucha de esa literatura, sin embargo, se basa en argumentos impresionistas. La creciente desconfianza en las instituciones se halla vinculada a profundos cambios sociales, y sería una gran simplificación interpretarla como un efecto lineal del contenido o la forma de los medios.

Tomado en conjunto, el giro actual de las actitudes políticas refleja las tensiones inevitables del proceso de cambio económico, cultural e institucional, aunque pueda ser considerado “negativo” por quienes añoran el modo de funcionamiento de las democracias de posguerra.

Auge y malestar de la democracia

A fines del siglo XX, completando un periodo de difusión mundial de magnitud sin precedente iniciado en los años setenta, la democracia alcanzó su apogeo histórico como la forma de gobierno predominante a escala global. En 1974, menos de un tercio de los países eran democracias; en 2001, la cifra rondaba entre el 50% y el 60%, dependiendo de los criterios de clasificación utilizados.[1]

América latina había sido un actor temprano y protagónico de esta ola democratizadora, que surgió en el sur de Europa y acabó por extenderse a los cinco continentes.[2] Con algunas notorias excepciones –entre las principales, China, la gran potencia emergente, que representa la quinta parte de la humanidad-, la idea democrática parecía acercarse a su culminación en el alba del nuevo milenio.

Avanzada ya la segunda década del siglo XXI, cuando no pocas de las nuevas democracias –entre ellas las latinoamericanas- ya se aproximan a la adultez,  el escenario político global presenta no pocos nubarrones. Si bien sería excesivo hablar de una “crisis” global de la democracia, no hay dudas acerca de su “malestar” (Pérez-Díaz, 2008).

Por una parte, la gran ola democratizadora terminó dando origen a una multiplicidad de regímenes, muchos de los cuales no han reunido las características de una democracia consolidada ni parecen hallarse en transición a ésta, sino que permanecen en una zona gris.

Se ha hablado, por ejemplo, de democracias “disminuidas”, “delegativas” o puramente “electorales”, para referirse a experiencias que, cumpliendo con los requisitos mínimos de una democracia –la existencia de elecciones libres, limpias y competitivas-, carecen de algunos de los rasgos propios de las democracias maduras, en particular los equilibrios formales derivados de un sistema adecuado de frenos y contrapesos, así como la vigencia plena de los derechos y garantías que dan sustancia a esta forma de gobierno (Carothers, 2002; O’Donnell, 1992; Collier y Levitzky, 1997).

Al calor de esta misma ola nacieron también formas híbridas, peculiares de la época. Los “autoritarismos competitivos” –Rusia es un ejemplo- son regímenes electorales, en el sentido de que las máximas autoridades surgen de elecciones, pero no son democracias –ni siquiera “adjetivadas”, como las anteriores-, pues el grupo que detenta el poder utiliza diversas formas –normalmente más sutiles que los medios directos- para perseguir a sus opositores y captar voluntades.

Son, empero, “competitivos”, pues en ellos la oposición es significativa, hay medios de comunicación independientes y las elecciones no están groseramente manipuladas, a diferencia de lo que ocurre en los “autoritarismos electorales hegemónicos” –el Egipto de Mubarak, Kazajistán-, donde las elecciones han sido un formalismo destinado a encubrir una autocracia (Levitsky and Way, 2002; Diamond, 2002).

Las democracias tardías, con una gran mayoría de países en vías de desarrollo, han debido enfrentar, además, el desafío de responder a las altas expectativas que su instauración generó en pueblos con necesidades ampliamente postergadas. Como esas respuestas tardan en llegar –pues la democracia no ofrece soluciones inmediatas, sino la posibilidad de un aprendizaje colectivo que contribuya a lograrlas-, cierto grado de desencanto era inevitable.

América latina es un ejemplo en este sentido. Entre nosotros, como en otras regiones, esto se ha traducido en una pérdida de credibilidad en instituciones centrales del sistema –en especial el parlamento y los partidos políticos-, mientras el poder ejecutivo de turno suele convertirse, aunque sólo temporalmente, en el depositario casi exclusivo de la confianza de la población.

Entre los latinoamericanos este fenómeno no ha afectado, sin embargo, la legitimidad de la democracia misma.  Más allá de las tensiones a las que se halla sometida, la democracia se ha convertido en un valor arraigado en los pueblos de nuestra región.

Los signos de agotamiento del impulso global hacia la democratización dieron paso a partir de 2006 a un nuevo fenómeno: un declive paulatino pero persistente de las libertades democráticas. Entre diciembre de 2010 y 2012 se produjo una ola de levantamientos populares en el Norte de África y el Medio Oriente -la llamada Primavera Árabe-, pero solo en un caso -el de Túnez- la democracia logró ser instaurada y prosperar.

Los problemas de las democracias industrializadas

El malestar está lejos de ser un fenómeno exclusivo de las democracias recientes: ha afectado también, desde hace tiempo, a las maduras. La baja confianza en las instituciones, el debilitamiento de los partidos políticos establecidos, la crisis de representación, el llamado “cinismo político”[3] y sus correlatos de desafección política y baja concurrencia a las urnas, la pérdida del sentido de ciudadanía y el aumento de la desigualdad social, han sido cuestiones largamente debatidas en los países industrializados, cuyas primeras manifestaciones se remontan a los años sesenta (Inglehart, 1997 y 1990; Putnam, 2000; Crozier et al., 1975).

Incluso el andamiaje de derechos y garantías se ha visto perturbado con la reacción suscitada por el fenómeno del terrorismo. Las crisis financieras, causadas por los gigantescos flujos globales de capital en ausencia de mecanismos adecuados de regulación, golpearon primero a las economías emergentes –México (1995), Sudeste Asiático (1997), Rusia (1998), Brasil (1999) y Argentina (2001)-, pero a partir de 2008 estallaron también con especial virulencia en varios países de la Unión Europea, que se ha visto sujeta a agudas tensiones. Mientras tanto, China ha visto crecer su influencia como gran actor global, pero sin signos de querer avanzar hacia una apertura política.

En años recientes, las tensiones en varias de las democracias industrializadas cristalizaron en una creciente difusión del nacionalismo étnico y el ascenso del populismo xenófobo. Los casos más resonantes han sido las victorias de Donald Trump en las elecciones presidenciales de EEUU en 2016 y de la opción por abandonar la Unión Europea en el referéndum realizado en Gran Bretaña ese mismo año -el llamado Brexit-.

Los partidos anti-inmigración y euroescépticos  fueron derrotados en elecciones clave llevadas a cabo en 2017 en Holanda y Francia, pero atacar las causas del malestar expresado por estas corrientes de extrema derecha sigue siendo una tarea pendiente.

Aunque la crisis de confianza es un fenómeno común a las democracias tardías y a las maduras, la aparente similitud esconde diferencias profundas. En las primeras, la desconfianza se nutre principalmente de la precaria respuesta a demandas materiales básicas, y viene a agravar la debilidad de una estructura institucional ya de por sí defectuosa.

En las segundas, comenzó con un cambio estructural de largo plazo, que se fue desenvolviendo durante décadas en los países más prósperos. Los nuevas generaciones de las sociedades posindustriales, dando por sentada la satisfacción de sus necesidades materiales, han priorizado demandas de orden superior –vinculadas con las libertades individuales y la calidad de vida[4]-, que las instituciones políticas consolidadas durante la era industrial han tenido dificultad para abordar.

Las cuestiones culturales como el feminismo, los derechos de las minorías, el matrimonio igulaitario, el aborto, etc., ocuparon paulatinamente el centro de la agenda política. Esto produjo realineamientos partidarios. Declinó la izquierda tradicional enfocada en las políticas redistributivas, emergió una nueva izquierda basada en la «política de identidad», y sectores importantes de trabajadores se volcaron hacia partidos de derecha.

En fecha más reciente, sin embargo, convergieron una serie de procesos que crearon condiciones favorables para la expansión del nacionalismo étnico: el aumento de la desigualdad social, el impacto de la automatización y la Inteligencia Artificial en el mundo del trabajo, la competencia de las economías emergentes -en especial China-, la inmigración desde los países pobres -que tiende a reducir los salarios de los trabajadores locales-, los ataques terroristas y las secuelas de la crisis financiera de 2008..

Sigue: El cambio tecnológico y el nuevo escenario de los mediosflecha-sig


José Eduardo Jorge
(2010): Medios de Comunicación y Cultura Política
en las Democracias Nuevas y Maduras, Social Science Research Network (SSRN), 
doi: 10.2139/ssrn.1621078
Texto actualizado por el autor en mayo de 2017
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Tema Ampliado: I – IIIIIIVV

Cambio Cultural
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Jorge, José Eduardo (2010): «Impacto de los Medios de Comunicación sobre el Interés y el Activismo Político de los Argentinos. Un Análisis a Partir de Encuestas Nacionales y Regionales«, Question 1(27).

NOTAS Y BIBLIOGRAFÍA

[1] Entre los politólogos no hay unanimidad sobre una definición teórica y operativa de democracia, si bien la mayoría se inclina por alguna de las variantes del concepto de “poliarquía” de Robert Dahl (Dahl, 1989). Entre las definiciones operativas más utilizadas se encuentran la del proyecto Polity, fundado por el académico T. R. Gurr, y la de la organización Freedom House. Según los criterios del proyecto Polity, en 2001 había en el mundo 82 democracias, que comprendían el 51% de los países; de acuerdo con la Freedom House, las democracias “electorales” eran 121, el 63% de los países (Jorge, en prensa).

[2] Se conoce este movimiento con el nombre de “tercera ola” de democratización, por la denominación que le diera Samuel Huntington (Huntington, 1991). Para este autor, la primera ola se extiende desde comienzos del siglo XIX hasta la década de los 20; la segunda, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta principios de los años 60.

[3] Por “cinismo político” aludimos aquí a un sentimiento de desconfianza y escepticismo generalizados que se extiende a los actores, las instituciones y el proceso político en general, unido a la percepción de que éstos se hallan intrínsecamente asociados con la corrupción, la mendacidad, el interés propio o la incompetencia. Esta actitud lleva a no esperar nada de la política y, por lo tanto, a desligarse por completo de ella.

[4] Nos referimos a cuestiones como los derechos de las minorías, la protección del medio ambiente y la participación política directa –que se expresa en manifestaciones, petitorios, boicots y demás-, entre otras (Inglehart, 1997).