Cultura Política en las Nuevas Democracias

Evolución del concepto
de cultura política

Cultura PolíticaJosé Eduardo Jorge

La Tercera Ola de Democratización y el renovado interés por la cultura política. Valores, Intereses y Preferencias. Inglehart y el renacimiento del enfoque. Eckstein: Cultura y Cambio Político. Ir a la Parte 1: el modelo de Cultura Cívica de Almond y Verba

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Durante los años setenta, aunque los trabajos de investigación sobre cultura política continuaron, la noción entró en un cono de sombra. Existía la percepción de que el enfoque privilegiaba el equilibrio y tenía dificultades para abordar el cambio político y social, en contraste con disciplinas como la sociología crítica y la teoría de la elección racional.

Debido al mecanismo que postulaba como principal fuente de cambio de la cultura política –la transmisión de actitudes de generación en generación mediante la socialización política-, parecía que esas pautas culturales sólo podían variar muy lentamente. En el apogeo de las nuevas tendencias socioculturales y las convulsiones políticas de la época, la perspectiva perdió su atractivo y fue relegada, generalmente en bloque con la teoría de la modernización. [1]

Pero hacia el final de los setenta y comienzo de los ochenta, la situación había cambiado. El interés por la cultura política despertó nuevamente con los procesos de democratización en el sur de Europa y en América Latina, donde estudiosos y observadores subrayaban la influencia de los factores culturales en la turbulenta historia de la democracia de esas regiones.

En el mundo académico, el debate continuaba. Seguían en el foco de atención la definición del concepto y su relación causal con los factores estructurales e institucionales. ¿Era la cultura política una variable independiente, dependiente, intermedia, o mantenía con la estructura social y las instituciones una relación interactiva?

Intereses, Valores y Preferencias

Los economistas consideran a las preferencias –incluyendo las preferencias políticas- un factor exógeno al sistema que se analiza. Los actores –económicos o políticos- realizan elecciones racionales, buscando maximizar su utilidad a partir de un conjunto dado de preferencias.

En 1987, Wildavsky defendió el papel de la cultura política en la formación de las preferencias (entre ellas, los “intereses”). Las preferencias “son endógenas –internas a las organizaciones- (…) Cuando los individuos toman decisiones importantes, esas elecciones son simultáneamente elecciones de cultura –valores compartidos que legitiman diferentes modelos de prácticas sociales”. [2]

Laitin polemizó con Wildavsky, empezando por su definición de “cultura”. Observó que “dentro de una cultura, raramente existe un consenso de valores”. Si bien Wildavsky “está en lo cierto al apuntar al elemento endógeno de la cultura como fuente de preferencias”, una buena teoría cultural debería tener en cuenta que “las personas son instrumentales sobre qué aspectos de su repertorio cultural son de importancia primaria”.

Compartir una cultura “significa compartir un lenguaje o una religión o una historiografía. Es muy raro que esos sistemas culturales coincidan perfectamente en una sociedad. Con frecuencia, las personas deben elegir cuál de entre los grupos religiosos, de lenguaje o de otro tipo, será su principal modo de identificación cultural. Esta elección está orientada a menudo por el razonamiento instrumental, basado en las ventajas potenciales de identificarse, por ejemplo, como ‘católico’, en lugar de hacerlo como ‘hablante francés’”. Los políticos, en particular, explotan muchas veces esta lógica cultural.  [3]

En 1989, Almond y Verba publicaron una compilación de ensayos de autores con distintas posiciones en La Cultura Cívica Revisitada. En su propia contribución, Almond sostuvo que “la cultura política no es una teoría”, sino “un conjunto de variables que pueden ser utilizadas en la construcción de teorías”. [4]

Signo del renovado ímpetu de la noción había sido la aparición, en 1988, de los artículos El Renacimiento de la Cultura Política, de Inglehart, y Una Teoría Culturalista del Cambio Político, de Eckstein. [5]

Inglehart: el Renacimiento de la Cultura Política

Inglehart puntualizaba que la escuela de la elección racional, dominante en los años previos, había subestimado la importancia de los factores culturales en el funcionamiento político, aunque una de las causas hubiera sido la escasez de datos culturales que pudieran incorporarse a sus modelos matemáticos.

En su artículo, Inglehart defendía que las sociedades difieren en un síndrome específico de pautas relacionadas con la cultura política; que esas diferencias son relativamente estables, pero no inmutables, y que tienen importantes consecuencias políticas, vinculadas, entre otras cosas, a la viabilidad de las instituciones democráticas.

La persistencia de la democracia requería la emergencia de determinados hábitos y actitudes entre la población general. Inglehart presentaba datos de encuestas en diversos países que sugerían con fuerza la importancia de un conjunto interrelacionado de variables.

Una de ellas era la confianza interpersonal, necesaria para la formación de asociaciones secundarias –que hacían posible la participación política efectiva en una democracia a gran escala- y para el funcionamiento de las reglas de juego democráticas entre los actores políticos. Otro factor cultural de peso era el compromiso a largo plazo de la población con las instituciones democráticas, vital para que éstas sobrevivieran en épocas difíciles.

Este apoyo parecía sustentarse en un sentimiento de bienestar subjetivo, que no dependía de la satisfacción con el funcionamiento de la democracia en una coyuntura específica –algo que cambia con los gobiernos y ciclos económicos-, sino con una actitud más difusa de satisfacción con la propia vida. La base del argumento consiste en que si la gente piensa que su modo de vida es fundamentalmente bueno, las instituciones políticas obtienen legitimidad por asociación.

La satisfacción de las personas con su vida en general –un fuerte indicador de bienestar subjetivo- es un apoyo más sólido para las instituciones que su opinión sobre el sistema político en sí. Esto guarda lógica con el hecho de que, para la mayoría de la gente, la política tiene una importancia menor frente a cuestiones como la familia, el trabajo y los amigos.

Los datos de encuestas arrojaban que entre los países había diferencias permanentes de satisfacción con la vida y confianza interpersonal, y que, en cada sociedad, estas variables mostraban una notable estabilidad a lo largo del tiempo, más allá de las fluctuaciones de corto plazo. Inglehart explicaba esa estabilidad por la existencia de un componente cultural subyacente, que reflejaba la experiencia histórica distintiva de cada sociedad.

Largos periodos de expectativas frustradas, por ejemplo, podían generar actitudes de insatisfacción con la vida que luego se transmitían de generación en generación mediante la socialización preadulta, algo que las convertía en una pauta cultural estable. Inglehart se refería a experiencias históricas de largo plazo, que se extienden por generaciones y no sólo durante una década.

El bienestar subjetivo tenía, además, una correlación positiva con el desarrollo económico, pues tendía a aumentar con la prosperidad. Sin embargo, los factores económicos eran nada más que una parte de la explicación: algunos países ricos –Alemania, Francia, Italia- exhibían niveles de satisfacción con la vida inferiores a los de países menos desarrollados, como Irlanda. Esto implicaba que, al lado de las variables económicas, había también causas históricas.

Italia y Francia estaban asimismo entre las naciones con más baja confianza interpersonal. En el sur de Italia, la confianza era inferior a la de las otras regiones de la península y a la de cualquier otro país con datos disponibles, como ya habían revelado estudios de Putnam durante la década del setenta y de Banfield a fines de los cincuenta[6].

A pesar de su estabilidad, la confianza no era una característica fija: en el conjunto de Italia, se había triplicado desde los niveles extremadamente bajos de los años cincuenta. La causa –igual que en Alemania Occidental, donde se observaba un fenómeno semejante- eran, para Inglehart, los milagros económicos de la posguerra, que, al cabo de unos treinta años, empezaban a tener un impacto en la cultura política. Como ocurría con la satisfacción con la vida, la comparación entre países arrojaba una correlación positiva entre confianza interpersonal y desarrollo económico, un vínculo que el autor se inclinaba por calificar como interactivo.

Examinando la evolución política de las naciones estudiadas, surgía que aquellas con mayor confianza y satisfacción con la vida tendían a ser también las democracias más estables. Aunque era plausible que vivir largo tiempo bajo instituciones democráticas condujera a una más alta satisfacción con la vida, el autor planteaba que la relación inversa era más fuerte.

Adelantando una teoría que profundizaría en estudios posteriores, Inglehart proponía que el desarrollo económico conducía a la democracia, pero que la cultura política actuaba como una variable intermedia: el desarrollo generaba una serie de cambios culturales –entre ellos, niveles más elevados de bienestar subjetivo y confianza interpersonal- y éstos, a su turno, creaban las condiciones para la estabilidad de la democracia. Otra variable intermedia eran los cambios en la estructura social, entre ellos la proporción de trabajadores empleados en el sector terciario de la economía.

A comienzos de los ochenta, los niveles de la Argentina en los dos indicadores culturales destacados por Inglehart se hallaban por debajo del promedio internacional. Entre 21 países relevados en la primera onda de la Encuesta Mundial de Valores (1981-1984), el 27% de los argentinos dijo confiar “en la mayoría de las personas”, frente a un promedio del 37% para el conjunto de sociedades. En una escala de 1 a 10 de satisfacción con la vida, la media para la Argentina fue de 6,8, mientras que el índice global fue de 7,4.[7]

Eckstein: una Teoría Culturalista del Cambio Político

En su artículo Una Teoría Culturalista del Cambio Político, Eckstein consideraba a la cultura política uno de los dos enfoques “viables” –el otro era el de la elección racional- para reemplazar al formalismo legalista que había dominado la ciencia política desde los años cincuenta. Esa viabilidad dependía, según el autor, de su capacidad para generar una teoría cultural convincente del cambio político.

Los críticos de la corriente habían remarcado sus dificultades en ese sentido. Eckstein ubicaba el origen del problema en los mismos postulados del culturalismo, que hacían de la continuidad política el “estado normal”.

La piedra de toque de la teoría era el “postulado de la acción orientada”: los actores no responden directamente a las situaciones objetivas, sino a través de la mediación de orientaciones, a las que definía como “disposiciones generales de los actores para actuar de ciertas maneras en conjuntos de situaciones. Tales disposiciones generales pautan las acciones”. [8] Así, la conducta es resultado tanto de los estímulos objetivos como del procesamiento interno de información.

Para Eckstein, las orientaciones no son actitudes: éstas son específicas; aquéllas, patrones culturales generales, de las que se derivan las segundas. Ejemplos de esos patrones generales son confianza-desconfianza, igualdad-jerarquía, libertad-coerción, conflicto-armonía, etc. Estas orientaciones tienen tres componentes que ya conocemos: cognitivo, afectivo y evaluativo.

El segundo postulado de la teoría era la “variabilidad de orientaciones”: las orientaciones varían y no son el mero reflejo de las condiciones objetivas. Si el procesamiento interno de las experiencias y su conversión en conducta fuera siempre uniforme –si, por ejemplo, consistiera siempre en un cálculo racional de costo-beneficio, como supone la escuela de la elección racional-, o si las acciones fueran puramente “superestructurales”, las orientaciones podrían ser excluidas de la teoría. Para predecir el comportamiento, bastaría conocer las condiciones iniciales de la situación o estructura.

El tercer postulado era el de la “socialización cultural”. Las orientaciones, que poseen variabilidad, son conformadas por algo que es asimismo variable: la cultura. Esto ocurre a través del proceso de socialización. Las teorías racionalista y culturalista difieren en  el papel que asignan a la socialización tardía. En efecto, el cuarto postulado del culturalismo era la “socialización acumulativa”: el aprendizaje continúa toda la vida, pero lo que se aprende primero condiciona lo que se adquiere después. De este modo, la socialización temprana es difícil de desmantelar.

Estos supuestos, apunta Eckstein, llevan claramente a una expectativa de continuidad cultural. La socialización directa –a través de agentes socializadores- o por medio de la experiencia –en la familia, la escuela, etc.-, conduce a la continuidad generacional. El aprendizaje acumulativo no deja mucho espacio para la socialización o resocialización política adulta.

Ahora bien, dado que en el mundo real se producen cambios políticos, el enfoque culturalista tendía –según el autor- a explicarlo con argumentos a posteriori: condiciones especiales, ajustes en los conceptos de la teoría –por ejemplo, dar mayor peso a la socialización tardía- y similares.

Eckstein planteaba, en consecuencia, la necesidad de desarrollar una teoría del cambio político que fuera consistente con los postulados culturalistas. Avanzando en esa dirección, consideraba dos grandes tipos de cambios culturales: los que surgen “naturalmente” de los cambios en las situaciones y las condiciones estructurales, y los que resultan de intentos deliberados por transformar las estructuras y los comportamientos políticos.

En caso de que los actores afronten cambios permanentes de las situaciones, una primera posibilidad es que las pautas culturales varíen para conservarse en lo fundamental –“cambiar para que nada cambie”-. En el terreno político, un ejemplo son las concesiones realizadas por grupos poderosos con el fin de mantenerse en el poder.

Una segunda posibilidad es que las pautas culturales se modifiquen gradualmente hacia una mayor flexibilidad. En la sociedad moderna, donde el cambio situacional y estructural ocurre con frecuencia y rapidez, los preceptos culturales se vuelven más generales, para poder adaptarse a una variedad de situaciones. La norma de actuar “racionalmente” introduce, precisamente, una pauta general y flexible. Una tercera posibilidad es la discontinuidad cultural.

En caso de una alteración social traumática, que no permita ni el mantenimiento de las pautas ni su evolución hacia una mayor flexibilidad, los postulados descriptos excluyen la alternativa de una rápida reorientación. Esto significa, por ejemplo, que una cultura política profundamente autoritaria –como la que existía en la Alemania nazi- no se volverá democrática en pocos años, aunque la sociedad experimente una discontinuidad dramática.

La reacción inicial, sostiene Eckstein, será la anomia: la cultura pierde coherencia y se desorganiza (aunque la entropía no puede ser completa, pues ello haría imposible la interacción social; dentro de las familias, en las burocracias y en las personas mayores, habrá inercia cultural). Los comportamientos políticos más comunes serán el ritualismo –conformidad con la autoridad, pero sin compromiso, buscando generalmente la ventaja personal-, el retraimiento –es decir, el parroquialismo, mediante el refugio en el mundo familiar de la familia, el barrio o el pueblo- o la rebelión.

De los postulados se sigue que, en respuesta a las transformaciones estructurales, habrán de emerger nuevas pautas culturales, pero sólo muy lentamente, en el transcurso de generaciones. Los jóvenes serán los más susceptibles a reorientarse, pero, en general, el proceso de cambio de la cultura política sería prolongado y gravoso.

El otro escenario contemplado por Eckstein era el intento “artificial” de transformación, esto es, el uso del poder político para producir un cambio fundamental en la sociedad y, por lo tanto, en la cultura política. Este ha sido el objetivo de las revoluciones modernas (un ciclo histórico que comenzó con la Revolución Francesa y la independencia norteamericana, y tuvo otro pico con la Revolución Rusa).

Los postulados culturalistas sugieren que, en el corto plazo, los revolucionarios no podrían avanzar mucho en su intención de modificar la cultura política. Trastocadas las antiguas normas y prácticas, el parroquialismo o el legalismo –el conocimiento y uso generalizado de las reglas para justificar decisiones y posturas- podrían ser respuestas frecuentes. A largo plazo, los efectos de la transformación divergirán de la visión original de los revolucionarios, y lo harán en la dirección de las pautas del antiguo régimen, aunque ello dependerá del grado en que estas últimas estaban o no en decadencia. Otra alternativa es que, debido a la inercia cultural, el mismo proceso revolucionario entre en declinación.

Teorías como la de Eckstein son algo desalentadoras para los que aspiran a la construcción democrática. Existen, sin embargo, otros mecanismos potenciales de cambio. La mutación de la cultura puede ser promovida no sólo desde arriba, por una elite de reformadores o revolucionarios que acceden al poder, sino también desde abajo, por grupos que actúan en la sociedad civil, como lo hacen desde las organizaciones no gubernamentales de alcance global, hasta las asociaciones de defensa de los derechos de las minorías, los movimientos sociales y los grupos de acción vecinal.

El arte del liderazgo democrático en la esfera política y social, actuando en la cúspide o en la base, apenas está desarrollado, y se ha planteado que uno de sus objetivos centrales, en un mundo de rápidas transformaciones como el actual, es el de promover y facilitar el aprendizaje de la gente. [9] Los grupos sociales parecen aprender también de sus experiencias políticas, especialmente si éstas son de carácter traumático. Pero la cuestión capital es el grado en que las actitudes políticas son o no pasibles de experimentar cambios importantes en el transcurso de la vida del individuo, un problema que remite al tema de la socialización política adulta, un campo poco estudiado que abordaremos al final del capítulo.

flecha-sigSigue: La Teoría de la Posmodernización de Inglehart

flecha-antAnterior: La Cultura Cívica, de Almond y Verba

José Eduardo Jorge (2010): Cultura Política y Democracia en Argentina, Edulp , La Plata, Cap.  2, pp. 75-82.
Texto editado por el autor en enero de 2016
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Secciones: I – II 

Cambio Cultural
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José Eduardo Jorge (2016): Teoría de la Cultura Política. Enfocando el Caso ArgentinoQuestion, 1(49), pp. 300-321

José Eduardo Jorge (2015): La Cultura Política Argentina: una Radiografía, Question, 1(48), pp. 372-403.

NOTAS Y BIBLIOGRAFÍA

[1] Formisano, op. Cit., pp. 399-401.
[2] Wildavsky, 1987, p. 4.
[3] Laitin and Wildavsky, 1988, p. 591.
[4] Almond, 1989.
[5] Inglehart, 1988; Eckstein, 1988.
[6] Banfield, 1958. Ver más adelante el estudio de Putnam.
[7] Cálculos del autor de este libro a partir de la Base Integrada 1981-2004 de la Encuesta Mundial de Valores.
[8] Eckstein, op. Cit., p. 790.
[9] Ver, por ejemplo, Heifetz, 1997.