¿Qué es el Capital Social?
Una introducción
José Eduardo Jorge
Influencia del concepto en las ciencias sociales y políticas. Estado teórico de la noción. La teoría estándar: Putnam. Críticas a algunas hipótesis de base: la relación de las asociaciones civiles con la confianza y la democracia. Aplicaciones del concepto en proyectos de alivio a la pobreza y desarrollo comunitario
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El concepto de capital social es uno de los temas que ha concitado más atención en los últimos años dentro de las ciencias sociales y políticas. Desde mediados de los noventa, se han multiplicado los trabajos de investigación teórica y empírica, así como las iniciativas gubernamentales y civiles basadas en el uso de la noción en áreas tan variadas como el desempeño institucional, las políticas de superación de la pobreza o el desarrollo comunitario.
Si bien hay discrepancias en la comunidad científica sobre la naturaleza precisa del capital social –su definición, los elementos que lo integran y sus mecanismos de formación-, existe un grado mayor de consenso sobre la importancia que tendrían para la estabilidad política, el desempeño de las instituciones, el desarrollo económico o el desenvolvimiento social, algunos de los rasgos que se mencionan generalmente entre sus componentes.[1]
Las hipótesis de Robert Putnam
Para la teoría considerada clásica, desarrollada principalmente por Putnam -apoyándose en trabajos previos de Coleman y en una larga tradición de pensamiento que se remonta a Alexis de Tocqueville-, el capital social se define como el stock de asociaciones voluntarias, confianza y normas de reciprocidad del que dispone la sociedad como recurso para resolver sus problemas de acción colectiva.[2]
De acuerdo con esta interpretación, el capital social contiene tanto elementos de la estructura social –las asociaciones- como de la cultura –confianza y normas-. Los tres componentes se influyen recíprocamente: las asociaciones, por ejemplo, promueven la cooperación y la emergencia de normas que la respaldan.
Éstas incrementan la confianza entre los individuos, la cual, a su vez, refuerza el círculo virtuoso al inducir un aumento ulterior de la cooperación y la asociación. La dinámica, sin embargo, puede funcionar de manera inversa y dar lugar a un círculo vicioso: si predomina en la sociedad la desconfianza entre las personas, disminuyen la cooperación y el asociacionismo, y ello reduce aún más la confianza.
Este mecanismo conduce a dos posibles estados de equilibrio: uno, de “alta intensidad”, caracterizado por elevados niveles de confianza y densas redes de asociaciones cívicas; otro, de “baja intensidad”, en el que la sociedad se estabiliza en niveles deprimidos de confianza y asociación.
En el primer caso, la comunidad tiende a resolver sus problemas colectivos apelando a la cooperación. Un resultado probable es el buen desempeño de las instituciones democráticas. En la segunda situación predominan las estrategias individualistas o sectoriales, el desempeño institucional es pobre y, eventualmente, ante la incapacidad de cooperar, la sociedad cae en algún tipo de pseudo “solución” autoritaria.
Críticas a la teoría estándar
Esta teoría, planteada inicialmente por Putnam a comienzos de los años noventa, ha sido objeto de diversas críticas en los últimos años. Uno de los puntos cuestionados es la relación que postula entre asociaciones y confianza. Algunos observan que, por el simple hecho de participar en asociaciones, las personas no confiarán más en la “mayoría de la gente” –lo que constituye la confianza generalizada, distinta de la confianza particularizada en las personas similares a nosotros-.
Según esta objeción, si bien los individuos socialmente más activos suelen confiar más, es la confianza la que los lleva a participar y no al revés. La confianza misma, por su parte, ha probado ser un fenómeno elusivo, con una multiplicidad de causas psicológicas, sociales, culturales e institucionales.[3]
Otra cuestión debatida es el vínculo entre asociaciones civiles y democracia. La respetada línea de pensamiento que ve en las organizaciones voluntarias la infraestructura necesaria de la democracia mayor no ha resultado fácil de probar en la práctica. Parte del problema reside en que es posible que distintos tipos de asociaciones tengan efectos diferenciales sobre la democracia –positivos, negativos o neutros-.
Comparando entre países, Inglehart encontró una correlación entre el tiempo en que las instituciones democráticas han funcionado en forma ininterrumpida y el porcentaje de la población que confía en la mayoría de las personas, pero no halló relación entre esa medida de estabilidad democrática y el porcentaje de la población que participa en organizaciones voluntarias.
Más recientemente, Paxton observó que la presencia de un tipo específico de asociaciones, las que están conectadas con el resto de la comunidad –es decir, cuyos miembros pertenecen además a otras asociaciones-, está vinculada con niveles más elevados de democracia. Las asociaciones aisladas, por el contrario, parecen tener un efecto negativo. La distinción realizada por Paxton entre organizaciones conectadas y no conectadas está inspirada en la elaborada por Putnam entre capital social “bonding” –que se presenta al interior de grupos homogéneos- y “bridging”, que tiende puentes entre sectores sociales heterogéneos.[4]
Otros estudios señalan que han surgido nuevas formas de capital social: las manifestaciones, los petitorios y otras expresiones no convencionales de activismo político y social tendrían un impacto positivo sobre el civismo y el funcionamiento de las instituciones, igual que la participación en organizaciones voluntarias tradicionales, con la que no son incompatibles.[5]
La versión inicial de la teoría, elaborada por Putnam en su estudio sobre los gobiernos regionales de Italia, tiene un fuerte componente de determinismo histórico. Las diferencias de capital social entre el norte y el sur de la península, que explicaban el desigual desempeño político y económico de esas regiones, parecían remontarse hasta el Siglo XII.
El cambio institucional acaecido a principios de los años setenta al crearse los gobiernos regionales no había tenido un efecto apreciable, luego de dos décadas, sobre los stocks heredados de capital social. En otro artículo abordamos algunas de las objeciones a este análisis histórico, así como a la idea de que la fuente principal de formación de capital social sea la misma sociedad, frente a la tesis de que el Estado, a través de las instituciones políticas, tiene la capacidad de crearlo o destruirlo.
La expansión del concepto de capital social, desde su significado inicial de entidad que sirve para alcanzar metas individuales, a otra que constituye un atributo de la comunidad utilizado para resolver problemas de acción colectiva, es cuestionada por algunos autores. Portes sostiene que “a pesar de la actual popularidad del concepto, muchos de sus alegados beneficios pueden ser espurios después de controlar por otros factores”, y que “hace falta, al estudiar estos procesos, claridad lógica y rigor analítico, antes de convertir al capital social en una exaltación absoluta de la comunidad”.[6]
A pesar de estos y otros planteos, el trabajo de Putnam y los estudios de él derivados permanecen como el cuerpo de teoría predominante y el marco conceptual a cuyo alrededor gira la mayor parte de los debates. Puede hablarse de un “paradigma emergente”, de un cuerpo coherente de teoría dentro del cual persisten controversias. Como apunta Durston, “los críticos del discurso fundacional del capital social han terminado enriqueciéndolo aún más, porque sus discrepancias han tenido en general un tono constructivo, correctivo y ejemplificador”.[7]
Aplicaciones del concepto
El interés despertado por la noción ha dado lugar a una serie de iniciativas internacionales orientadas al desarrollo teórico, la construcción de instrumentos de medición y la realización de experiencias sobre el terreno basadas en la aplicación del concepto.
Estos trabajos coinciden en destacar la importancia de una serie de dimensiones clave del capital social. Junto a las redes asociativas, la confianza y las normas, los estudios han puesto énfasis en la acción colectiva –la capacidad de las personas para cooperar en la solución de problemas comunes-, la cohesión y la inclusión social, la comunicación –que mejora el acceso de los grupos a información relevante y evita el capital social negativo- y la participación política.
Las dificultades de medición que presentan los distintos componentes del capital social y la necesidad de aplicar instrumentos de relevamiento homogéneos han merecido una atención especial.
El Banco Mundial lanzó en 1996 su “Iniciativa de Capital Social”, en el contexto de sus proyectos de reducción de la pobreza y desarrollo sustentable para los países en vías de desarrollo. El resultado ha sido un importante conjunto de papers que discuten la teoría, la medición y el impacto del capital social. Un Grupo Temático de Capital Social reúne a 250 expertos que trabajan sobre la aplicación del capital social a las operaciones del Banco Mundial. Un producto ha sido la elaboración de herramientas de medición (ver Grootaert et al., 2002 y Krishna and Shrader, 1999).
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) puso en marcha su propio proyecto en el ámbito de los países industrializados, enfocado especialmente en la elaboración conceptual y la construcción de indicadores para homogeneizar las mediciones a nivel internacional. La OCDE publicó en 2001 su estudio “El Bienestar de las Naciones. El Rol del Capital Humano y Social”, y en 2002 llevó a cabo la conferencia “El Capital Social: el desafío de su medición internacional”, de la que surgió una propuesta de indicadores (Healey, 2002).
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) publicó en 2003 una compilación de artículos redactados por especialistas bajo el título “Capital social y reducción de la pobreza en América Latina y el Caribe: en busca de un nuevo paradigma” (Atria et al., 2003).[8]
Sigue: Capital Social y Democracia
José Eduardo Jorge (2010): Cultura Política y Democracia en Argentina,
Edulp , La Plata, Cap. 7, pp. 253-257
Texto editado por el autor en enero de 2016
Tema Ampliado: I – II – III – IV – V –VI – VII – VIII – IX – X – XI– XII – XIII – XIV – XV
Cambio Cultural
Cultura Política Argentina
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Más Publicaciones Académicas
José Eduardo Jorge (2016): Teoría de la Cultura Política. Enfocando el Caso Argentino, Question, 1(49), pp. 300-321
José Eduardo Jorge (2015): La Cultura Política Argentina: una Radiografía, Question, 1(48), pp. 372-403.
NOTAS Y BIBLIOGRAFÍA
[1] Putnam, 1993 y 2000; Coleman, 1988 y 1994; Bourdieu, 1985. Ver también Welzel et al., 2005; Newton, 2004; Norris and Inglehart, 2004b; Ponthieux, 2004; Ostrom y Ahn, 2003; Uslaner, 2002a y 1999; Paxton, 2002; Stolle and Lewis, 2002; Howard, 2002; Warren, 2001; Grootaert and Van Bastelaer, 2001; Knack and Zak, 2001; Sirianni and Friedland, 2001; Woolcock and Narayan, 2000; Durston, 2000; Knack, 2000a; Portes, 2000; Skocpol and Fiorina, 1999; Narayan, 1999; Knack and Keefer, 1997; La Porta et al., 1997.
[2] Putnam, 1993.
[3] Uslaner, 2002a; Delhey and Newton, 2004.
[4] Inglehart, 1997; Paxton, 2002; Warren, 2001; Skocpol, 1999; Welzel et al., 2005; Knack, 2000a; Uslaner, 2002b.
[5] Welzel et al., 2005.
[6] Portes, 2000.
[7] Durston, 2000, p. 10.
[8] Sobre la medición del capital social, ver el estudio Social Capital Benchmark Survey (Saguaro Seminar, 2006 y 2000). También Hudson y Chapman, 2002. Sobre la aplicación del concepto de capital social en la construcción comunitaria, ver Gibson et al., 1997; Sirianni and Friedland, 2001.