Origen histórico de
la sociedad civil
José Eduardo Jorge
La Teoría de Robert D. Putnam III. Formación de la comunidad cívica: la trayectoria institucional. La autocracia del Sur y las comunas del Norte. Dos modelos de autoridad: jerarquía vs. cooperación horizontal. Difusión de las asociaciones civiles en las comunas. La confianza y la cooperación en la aparición del crédito y el desarrollo económico. Ir a la Parte 1: Capital Social y Democracia
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Al buscar las raíces de los profundos contrastes en las características del tejido cívico y social del Norte y el Sur de Italia, Putnam recurre al análisis histórico. La indagación lo lleva muy atrás en el tiempo, cuando alrededor del Siglo XI surgieron en esas regiones dos regímenes políticos –ambos innovadores, pero completamente distintos- que habrían de tener largas consecuencias.
Dos modelos de gobierno
En el Sur, con centro en Sicilia, se instauró el poderoso Reino de los Normandos, mientras que en el Norte, desde Roma hasta los Alpes, proliferaba el particularismo local, con las comunas que se convirtieron en verdaderas ciudades-estado. En su cenit, el Reino de Sicilia fue sumamente avanzado desde el punto de vista económico y administrativo; un Estado autocrático y centralizado, que contaba con la burocracia más desarrollada de Europa.
Ese modelo de autoridad estaba destinado a persistir. Los derechos de los barones feudales fueron reforzados y se ahogó cualquier destello de autonomía comunal; la estructura jerárquica de la sociedad, con una aristocracia terrateniente dotada de poderes feudales, masas de campesinos empobrecidos y sólo una pequeña clase de administradores y profesionales, permanecería casi sin cambios en los siguientes siete siglos.
Mientras tanto, en las ciudades del Norte y el Centro de Italia, emergía una forma de gobierno sin precedentes, que, como el régimen autocrático de Sicilia, era una respuesta a la violencia y la anarquía endémicas de la Europa medieval, pero que se basaba en una solución diferente: la colaboración horizontal, en lugar de la jerarquía. Putnam indica que las comunas surgieron originalmente de asociaciones voluntarias, que se formaron cuando grupos de vecinos prestaban juramentos personales para brindarse asistencia mutua, defensa común y cooperación económica.
Con ese tipo de raíces, hacia el Siglo XII se habían establecido comunas en Florencia, Venecia, Boloña, Génova, Milán y en casi todas las poblaciones importantes. Esas comunas no eran democráticas en el sentido moderno, pues eran regidas por minorías, pero la amplitud de la participación popular en los asuntos de gobierno era extraordinaria para la época –en los pueblos más grandes, el consejo de la ciudad podía tener varios miles de miembros- y los mandatarios reconocían límites a su poder.
Las asociaciones de ayuda mutua
A medida que progresaba la vida comunal, se formaron gremios de artesanos y comerciantes para proveer ayuda mutua. Surgieron otras organizaciones locales, como las “vicinanze” -asociaciones de vecinos-, las “populus” -organizaciones parroquiales que administraban los bienes de la iglesia local y elegían a sus curas-, confraternidades -sociedades religiosas de asistencia mutua-, partidos político-religiosos unidos por juramentos solemnes, y las “consorterie” -o “sociedades de la torre”-, constituidas para proveer a la seguridad común.
Los juramentos de asistencia mutua propios de estas asociaciones hablaban de “asistencia fraternal en caso de necesidad de cualquier tipo”, “hospitalidad con los extraños”, “ayudarse entre sí sin fraude y con buena fe”, “ninguno de nosotros actuará contra los otros directamente o a través de un tercero”, etc. Las comunas desarrollaban, pues, una rica vida asociativa y hábitos de cooperación. La administración pública en las ciudades era profesional y creó sistemas avanzados de finanzas públicas, derecho comercial, contabilidad, planeamiento urbano, higiene, educación, vigilancia, etc. Los habitantes de las ciudades-estado italianas habían diseñado una nueva forma de organizar la vida colectiva.
Asociado a la expansión de estas repúblicas, se produjo un rápido crecimiento del comercio, que llegó gradualmente a los puntos más lejanos del mundo conocido. Se crearon comunidades integradas de comerciantes, con procedimientos para solucionar disputas, intercambiar información y compartir riesgos. A diferencia del Reino de Sicilia, cuya riqueza se basaba en la tierra, las ciudades del Norte se apoyaban en las finanzas y el comercio.
En la base del desarrollo mercantil se hallaba la expansión del crédito, que requiere confianza mutua y el cumplimiento de contratos y leyes. Putnam hace notar que el crédito fue inventado en estas repúblicas italianas del medioevo y que la palabra “crédito” deriva de “credere”, es decir, “creer”. Para el autor, las redes de asociaciones y la extensión de la solidaridad más allá de los lazos de parentesco fueron la causa de este aumento de la confianza. Su conclusión, en síntesis, es que en esas ciudades las redes asociativas, la colaboración, la asistencia mutua, la obligación cívica e incluso la confianza –no generalizada, pero sí más allá de los límites del parentesco-, hicieron posibles grandes avances en la organización gubernamental y la vida económica.
La imagen que Putnam presenta de las ciudades del Norte no ha dejado de objetarse. En un artículo crítico citado con frecuencia en la literatura, Tarrow señala que el hecho de que las comunas “tuvieran orígenes asociativos no las hace inherentemente cívicas, ni siquiera ‘horizontales’”, y apunta a que el proceso derivó en la formación de oligarquías, luchas constantes por territorios y mercados, y el control sobre los pobres urbanos.[1]
En realidad, el mismo Putnam se encarga en su libro de “no exagerar el igualitarismo de las comunas ni su éxito en resolver el conflicto social y controlar la violencia”[2]; la idea de fondo es que eran más cívicas que el Sur, aunque no lo fueran tanto en términos absolutos. La distribución geográfica de los regímenes políticos de Italia a comienzos del Siglo XIV –las comunas republicanas, otras que habían caído bajo el dominio señorial, los Estados Papales y la monarquía feudal de los Normandos- guardaba un estrecho paralelismo con los resultados del Índice de Comunidad Cívica, construido con datos de los años setenta.
La persistencia de las tradiciones culturales
Pero los mayores cuestionamientos –que veremos más adelante- a esta parte de la investigación se han dirigido a la narración que hace Putnam de los siglos que siguieron a la época dorada de las comunas. Durante el Siglo XIV, Italia entró en un largo periodo turbulento, en el que las guerras, la intervención de potencias extranjeras, las luchas intestinas, el hambre y la peste negra llevaron, en la mayoría de las ciudades, a la decadencia de los gobiernos republicanos –y de la economía mercantil- y al ascenso de tiranos locales.
Maquiavelo reflexionó sobre la virtud cívica, como condición para la existencia de las repúblicas, cuando éstas habían entrado en decadencia. Hacia el Siglo XVII, los modelos de autoridad del Norte y el Sur ya no eran distintos, pero Putnam destaca que algo de las tradiciones comunales subsistía: los autócratas aceptaban responsabilidades cívicas, la nobleza local subsidiaba desde hospitales hasta actividades artísticas, y entre los campesinos regía la “aiutarella”, la práctica del intercambio de trabajo agrícola entre familias vecinas.
Este legado haría que el Norte de la península fuera más receptivo que el Sur –que permanecía rigurosamente autocrático y feudal- a los primeros aires de cambio de la segunda mitad del Siglo XVIII. En el Sur, hasta su unificación con el Norte en 1861, las dinastías gobernantes de los Borbones y los Habsburgos promovieron de modo sistemático, como una manera de mantener su control, la desconfianza y el conflicto en el seno de la sociedad.
Cuando los vientos de cambio impulsados por la Revolución Francesa llegaron a Italia, las diferencias regionales en su recepción mostraron una continuidad con los contrastes observados en la Edad Media. El renovado fermento asociativo nacido en Francia, que se extendió por Europa durante el Siglo XIX en la forma de clubes, fraternidades, círculos y sociedades de ayuda mutua, tuvo su correlato en Italia.
Ahora, el principio de reciprocidad –práctico, no necesariamente altruista, basado en la idea de que “yo te ayudo si tú me ayudas”- apuntaba a proveer seguridad económica –en caso de vejez, incapacidad, accidentes, desempleo, maternidad-, en lugar de proteger contra la violencia física como las sociedades del medioevo.
Como parte de esta tendencia, floreció en la península un fuerte movimiento de cooperativas agrícolas, de trabajo, de crédito, de banca rural y de consumo. Esta ola asociativa recorrió toda Italia, pero su intensidad fue superior en el Norte. Aunque esas organizaciones sociales no tenían objetivos políticos, Putnam les atribuye un efecto de concientización y vínculos informales con los movimientos políticos que se formaron a fines del Siglo XIX, en particular con los de origen socialista y católico (que, por otra parte, eran débiles en aquellos lugares donde también lo eran las tradiciones de solidaridad colectiva, frente a las alianzas conservadoras basadas en redes clientelares).
La unificación de Italia no cambió el modelo político y social que venía rigiendo en el Sur. La aristocracia feudal se valía de la violencia y de su acceso a los recursos del Estado para reforzar el clientelismo y desalentar la solidaridad horizontal.
Comunidad cívica y desarrollo económico
Desde fines del Siglo XIX, Italia contaba con registros confiables de asociaciones civiles y participación política, que el autor utilizó para construir un nuevo índice de “tradiciones de participación cívica”, con datos del periodo 1860-1920 sobre afiliación a sociedades de ayuda mutua y cooperativas, participación electoral, presencia en los consejos locales de los partidos socialista y popolare (católico), etc.
Este índice arroja, una vez más, el patrón ya conocido de distribución entre regiones con diferentes grados de civismo, y tiene una fuerte correlación con el Índice de Comunidad Cívica elaborado con los datos de los años setenta. Dicho de otra manera, Putnam encuentra una continuidad en los modelos de civismo de las regiones italianas a lo largo de los años 1300, 1900 y 1970.
Otra hipótesis a contrastar era si las diferencias de civismo podían explicarse por las de desarrollo económico y social. Para el periodo de fines del XIX y principios del XX, también se disponía de estadísticas sobre mortalidad infantil y población ocupada en la industria y la agricultura. Estos indicadores no mostraban correlación con los de civismo correspondientes al mismo periodo.
¿Qué ocurría si se ponían en relación los indicadores de principios de siglo con los de los años setenta? Surgía que las regiones más cívicas en 1900 seguían siéndolo en 1970, pero ahora eran también las más desarrolladas. En cambio, las regiones más desarrolladas en 1900 no eran las más cívicas en 1970. Además, si bien había correlación entre el nivel de desarrollo en 1900 y el de 1970, esta relación era más débil que la del civismo en 1900 con el desarrollo en 1970.
La conclusión de Putnam, que se desprende de estos resultados, es que no sólo el desarrollo económico no es la causa del civismo, sino que el civismo es una de las causas del desarrollo económico. Esta interpretación se hallaba más que implícita en su análisis de las ciudades-estado del medioevo, donde la expansión mercantil y financiera se apoyaba en las redes sociales y la ampliación de la confianza. Es claro que no hay, por decirlo así, un “determinismo cívico”. El despegue económico del Norte de Italia durante el Siglo XX fue provocado, entre otras cosas, por cambios en el entorno nacional e internacional, pero el civismo contribuye a explicar que haya respondido más eficazmente que el Sur a los nuevos desafíos.
Un buen ejemplo de ese tipo de respuesta es el conocido modelo de “especialización flexible” de los distritos industriales italianos, constituidos por “cadenas productivas” de pequeñas y medianas empresas que funcionan con un mecanismo de competencia-cooperación.[3] Resumiendo, en la década de los setenta –como ocurrió en la Italia medieval-, la comunidad cívica se hallaba en la base tanto del desempeño del gobierno como del desarrollo económico.
Sigue: Teoría del capital social
Anterior: Calidad de la política y sociedad civil
José Eduardo Jorge (2010): Cultura Política y Democracia en Argentina, Edulp , La Plata, Cap. 2, pp. 103-108
Texto editado por el autor en enero de 2016
Tema Ampliado: I – II – III – IV – V –VI – VII – VIII – IX – X – XI– XII – XIII – XIV – XV
Cambio Cultural
Cultura Política Argentina
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Más Publicaciones Académicas
José Eduardo Jorge (2016): Teoría de la Cultura Política. Enfocando el Caso Argentino, Question, 1(49), pp. 300-321
José Eduardo Jorge (2015): La Cultura Política Argentina: una Radiografía, Question, 1(48), pp. 372-403.
NOTAS Y BIBLIOGRAFÍA
[1] Tarrow, 1996, p. 393. Ver también Tarrow, 2002.
[2] Putnam, 1993, p. 129.
[3] Una caracterización de estos distritos industriales que coincide en gran medida -aunque no por completo- con la interpretación de Putnam, es la del economista italiano Andrea Saba, ex presidente del Instituto para la Asistencia al Desarrollo de la Italia Meridional (IASM). El distrito industrial está conformado por redes de pequeñas empresas pertenecientes a un mismo sector y asentadas en un mismo territorio. Cada firma se especializa en una fase, a veces mínima, del proceso de producción, a la que aplica las innovaciones y las economías de escala que en modelos como el alemán o el japonés recaen en compañías de gran dimensión. En lugar de algunas grandes fábricas de zapatos (o de muebles, vestidos o juguetes), existen miles de pequeñas fábricas de tacos, suelas, hebillas, etc., y muchas ensambladoras (una estrategia que no exige importantes recursos financieros.) El distrito industrial se completa cuando, junto con las empresas productoras del bien de consumo, aparecen otras especializadas en la fabricación de la maquinaria. Estas “cadenas productivas”, localizadas en su mayoría en el centro y noreste del país, se distinguen por su capacidad para adaptarse a los cambios del mercado y por el paso de la competencia pura a formas complejas de colaboración horizontal y vertical entre empresas –por ejemplo, cuando la empresa más fuerte, en lugar de eliminar a la más débil, deriva (“terceriza”) a ésta alguna de sus operaciones. Afirma Saba: “El hecho de que en la Emilia y en la Toscana existiese una vasta y arraigada tendencia hacia la cooperación, ciertamente ha permitido la evolución hacia la colaboración distrital en lugar de la eliminación competitiva (…) El modelo italiano no ha sido permeado por la ética calvinista o hugonote. El modelo italiano es católico por la prevalencia en él de la tolerancia. Es maquiavélico porque (…) ‘a los enemigos –también en la competencia industrial- es mejor avasallarles que apagarlos cuando no es posible apagarlos’. No por casualidad los caracteres del modelo fructifican mejor en las regiones del Renacimiento. El modelo es también mafioso porque funciona por agregaciones escondidas, subterráneas”. La descripción no se ajusta a una imagen rosa del “civismo”, pero los paralelismos son evidentes. Ver, Saba, 1997, p. 129.