Cómo hacer funcionar
la democracia II
Continuación del comentario del libro Making Democracy Work, de Robert D. Putnam. Ir a la Parte 1
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De la Primera Época de Cambio Cultural: Marzo de 2002
Solidaridad, confianza y tolerancia entre los ciudadanos, lo que no implica la desaparición del conflicto. La confianza reduce las probabilidades de que un número grande de individuos o grupos de una comunidad, siguiendo intereses meramente particulares, se desvíe de los objetivos colectivos.
Asociaciones civiles, no necesariamente «políticas» en un sentido restringido, que contribuyen a la efectividad y estabilidad del gobierno democrático, tanto por sus efectos «internos» sobre los miembros individuales como por los «externos» sobre la sociedad. Entre los primeros hallamos los hábitos de cooperación, solidaridad y espíritu público que surgen cuando las personas participan de diversos grupos y asociaciones. Especialmente si un individuo es miembro de grupos pertenecientes a distintas divisiones sociales, sus actitudes tienden a moderarse. Desde el punto de vista de sus efectos «externos», las asociaciones cumplen la función de dar forma clara a los intereses de un grupo o sector, reunir a los miembros de ese grupo y dirigir sus energías en una dirección.
Midiendo la comunidad cívica
Para determinar si entre las regiones italianas existían diferencias de desarrollo cívico que explicaran las disparidades en el desempeño de los gobiernos regionales, Putnam construyó un Indice de Comunidad Cívica reuniendo cuatro indicadores: el Número de asociaciones por habitante, deportivas (la gran mayoría), de recreación, científicas, culturales, técnicas, económicas, de salud, de servicio social, etc.; la lectura de periódicos, que muestra el interés de las personas por los asuntos públicos; la participación en referéndums, que no estaban distorsionados por el fenómeno del clientelismo en las regiones del Sur; el voto de preferencia por un candidato particular, opción «voluntaria» que en los hechos era resultado de prácticas clientelísticas y que se utilizó, por lo tanto, como indicador de ausencia de comunidad cívica. Observemos entonces que, en una comunidad cívica, no sólo importa la «participación» política, sino además la «calidad» de esa participación.
Al aplicar el Indice a las 20 regiones estudiadas, Putnam halló que arrojaba una muy elevada correlación (r=0.92) con el Indice de Desempeño Institucional. La región más cívica resultó Emilia-Romaña; la menos cívica, Calabria.
En las regiones más cívicas los ciudadanos participaban en numerosas asociaciones, leían más periódicos, confiaban más entre sí y respetaban la ley. Los dirigentes políticos eran relativamente honestos, creían en ideas de igualdad política (como «participación» en asuntos públicos) y, si bien no faltaba el conflicto o la controversia, estaban predispuestos a resolver sus diferencias.
En las regiones menos cívicas la vida pública estaba organizada de modo jerárquico, los asuntos públicos eran cosa de «los políticos», la participación estaba impulsada por la dependencia o el interés particular y la corrupción era la norma. Los dirigentes políticos se mostraban escépticos con la idea de «participación» de la gente. Tenían más contactos con los pobladores que en las regiones más cívicas, pero éstos se hallaban relacionados fundamentalmente con cuestiones personales. Los habitantes «se sienten impotentes, explotados e infelices», nos dice previsiblemente Putnam.
Los orígenes históricos
Las profundas diferencias en las características del tejido social del Norte y el Sur de Italia, que tanta influencia ejercían y siguen ejerciendo hoy en su desarrollo político y económico, remontan sus orígenes, según Putnam, muy lejos en la historia.
Hace mil años, las dos regiones hallaron soluciones muy distintas a la situación de anarquía y violencia que caracterizaba a la época. En el Sur, el reino de los Normandos se convertía en el Estado más rico y organizado de Europa, pero con una estructura social y política autocrática, con fuertes elementos feudales, burocráticos y absolutistas. El paso de los siglos reforzó una estructura social polarizada de latifundios y campesinos empobrecidos.
En el Norte la solución descubierta por las ciudades-estado fue bien diferente. Comenzó por la formación de asociaciones voluntarias entre grupos de vecinos para proveer ayuda mutua en materia de defensa y cooperación económica. Sin llegar a ser una democracia en el sentido moderno del término, las ciudades-estado llevaron la participación de la población en los asuntos públicos a niveles sin precedentes. Con el tiempo se formaron gremios de artesanos y comerciantes que comenzaron a presionar por reformas políticas. Se multiplicaron las asociaciones vecinales, organizaciones parroquiales, confraternidades religiosas, que se convirtieron en protagonistas de los asuntos locales. Con la expansión de este «republicanismo cívico» se produjo simultáneamente un fuerte crecimiento de la riqueza a través del comercio y las finanzas (no de la tierra, como en el Sur.)
Los rasgos centrales de esta cultura asociativa sobrevivieron, al parecer, a los vaivenes de los siglos posteriores, y jugaron un papel fundamental a partir de la segunda mitad del siglo XVIII y, particularmente, luego de la unificación en 1871. Italia asistió entonces al florecimiento de las sociedades de ayuda mutua -que prestaban servicios para los desocupados, ancianos, embarazadas y otros que experimentaban las consecuencias de una sociedad rápidamente cambiante- y de cooperativas de productores y consumidores. Estas asociaciones cumplían importantes funciones políticas latentes, ya que de ellas surgieron los dirigentes de diversos movimientos políticos y sindicales. Señala Putnam que tanto el movimiento socialista como el católico, que se constituyó formalmente como Partito Popolare, abrevaron en la misma herencia de participación y organización.
En el Sur, sin embargo, las redes patrón-cliente persistieron. Los campesinos faltos de trabajo competían duramente entre sí para obtener uno. En la Emilia-Romaña, quienes enfrentaban situaciones similares formaban cooperativas voluntarias. Las instituciones del Estado unificado se adaptaron, como lo harían los gobiernos regionales creados en 1970, a los distintos contextos socioculturales. El clientelismo, nos explica Putnam, era desde el punto de vista de los campesinos del Sur una estrategia perfectamente racional en el contexto de una sociedad atomizada. La debilidad de la estructura judicial y administrativa formal desarrolló el crimen organizado, cuyo paradigma es la Mafia. En una cultura marcada por la profunda desconfianza, la Mafia cumplía la función de garantizar que los acuerdos celebrados se cumplirían.
Analizando evidencia cuantitativa sobre civismo y desarrollo económico en las distintas regiones disponible a partir de 1860, Putnam encuentra que por entonces no existía una alta correlación entre ambos. Además, desde la creación de los gobiernos regionales, las regiones cívicas crecieron más rápido que las menos cívicas controlando por el nivel de desarrollo económico en 1970. En base a estos y otros datos concluye que «la economía no predice el civismo, pero el civismo predice la economía, incluso mejor que la economía misma (…) Las tradiciones cívicas pueden tener poderosas consecuencias para el desarrollo económico y el bienestar social, tanto como para el desempeño institucional» (p. 157.)
Un ejemplo de cómo las normas y redes de la «comunidad cívica» contribuyen a la prosperidad económica son los bien conocidos distritos industriales italianos formados por pequeñas y medianas empresas. Este modelo de «especialización flexible» se caracteriza a la vez por la integración y la descentralización, la competencia y la cooperación entre las empresas que lo componen.
El capital social
Un punto de la mayor relevancia es que la estrategia de no cooperar para beneficio mutuo no es necesariamente irracional. Por el contrario, puede ser perfectamente racional en determinado contexto. La teoría de los juegos lo muestra en el llamado «dilema del prisionero»: dos sospechosos de haber cometido un crimen son interrogados en celdas separadas. Se le dice a cada uno que, si ninguno confiesa, con las pruebas disponibles ambos irán a la cárcel por un año. Si sólo uno confiesa, saldrá libre por haber colaborado y el otro recibirá una sentencia de seis años. Si ambos confiesan, la sentencia será de tres años para los dos. Al no poder coordinar sus acciones, cada uno decidirá confesar, sin importar lo que haga el compañero. El resultado, claro está, no es el óptimo considerando el beneficio conjunto de la «sociedad» formada por ambos prisioneros.
Para actuar en forma cooperativa, dice Putnam, es necesario no sólo confiar en el otro, sino además creer que el otro confía en uno. Lo mismo es válido entre partidos políticos, entre empresarios y trabajadores, entre el gobierno y los grupos privados. Pero ¿cómo surge la confianza a nivel social, es decir, entre personas que no se conocen?
En primer lugar, por normas de reciprocidad que los individuos internalizan y que son reforzadas por sanciones informales y formales. A través de estas normas se facilita la cooperación y se reducen los «costos de transacción» de los que habla la economía. Se distingue una reciprocidad «específica», que es el intercambio simultáneo de ítems del mismo valor, de otra «generalizada», que adopta la forma «haré esto por ti sin esperar nada específico a cambio, confiando en que algún otro hará algo por mí el día de mañana» (se trata así de un «altruismo» de corto plazo combinado con un «interés propio» en el largo plazo.)
La confianza surge también de la existencia de redes de compromiso y participación cívicas que facilitan la comunicación y el conocimiento mutuo, refuerzan las normas de reciprocidad y aumentan los costos potenciales de desviarse de ellas. Aunque en todas las comunidades hay tanto redes horizontales como verticales, cuanto más densas sean las primeras (por ejemplo, las asociaciones vecinales, los clubes deportivos, etc.), más probable será que las personas cooperen para resolver sus problemas comunes. Las experiencias asociativas del pasado funcionarán como modelo cultural para afrontar las situaciones del presente. Las redes verticales, como las que se establecen entre patrones y clientes, sostiene Putnam, no pueden desarrollar la confianza ni la cooperación, pues el flujo de información y las obligaciones son asimétricos.
La confianza, las redes, las normas, se refuerzan entre sí y, en un círculo virtuoso, hacen que el «stock» de capital social de una comunidad aumente con su utilización. La sociedad alcanza así un estado de equilibrio basado en la cooperación. En una comunidad en la que predominan la desconfianza, la falta de respeto a las normas, el aislamiento, estos rasgos también se alimentan mutuamente en un círculo vicioso, de modo que la sociedad alcanza finalmente un estado de equilibrio, muy distinto al anterior, en el que la solución «racional» pasa por el gobierno autoritario y el clientelismo. [4]
Determinados sucesos históricos pueden funcionar en una sociedad como puntos de inflexión, a partir de los cuales se ponen en marcha esos círculos virtuosos o viciosos y situaciones de equilibrio que perduran por siglos. El caso del Norte y el Sur de Italia muestra para Putnam un «llamativo» paralelismo con el de América del Norte y América Latina, que heredaron modelos opuestos de descentralización y centralización políticas.
El cambio formal en las instituciones, como ocurrió en la experiencia italiana de creación de gobiernos regionales, tiene una influencia sobre las prácticas políticas que puede medirse en décadas. Los hechos sugieren que un impacto apreciable sobre la estructura social y la cultura demanda mucho más tiempo. «Construir capital social no será fácil -concluye Putnam-, pero es la clave para hacer funcionar la democracia» (p. 185.)
Nota final: la crisis argentina
Algunas de las reflexiones sobre la situación argentina que nos sugirió este trabajo de Putnam se encuentran en nuestro ensayo Las raíces culturales de los problemas argentinos, cuya versión original data de noviembre del año pasado y que hoy mantenemos on line con pequeñas modificaciones. Pensábamos entonces que en la Argentina estaban surgiendo y extendiéndose nuevas actitudes de compromiso y participación cívicas, que se reflejaban, por ejemplo, en el crecimiento del voluntariado. La verdadera explosión de participación con que respondió la sociedad al derrumbe del país, el fenómeno de las Asambleas Vecinales (que ha generado también alguna controversia), le otorgan al marco teórico desarrollado en Making Democracy Work un valor aún mayor para contribuir a la comprensión de lo que ya se considera la crisis más profunda de nuestra historia.
La sociedad argentina ha venido transitando uno de esos círculos viciosos o «trampas sistémicas» en los que la desconfianza, la falta de normas de reciprocidad, las formas verticales de organización, se han alimentado mutuamente, destruyendo la economía y haciendo colapsar finalmente las instituciones políticas que, por otra parte, nunca se caracterizaron por un buen desempeño.
¿Cómo entender el aparentemente inexplicable fracaso argentino, un país con tantos recursos naturales y humanos? Una de las causas centrales es que, si bien contamos con abundante capital físico y humano, sufrimos de una escasez dramática de capital social.
¿Es posible que ese círculo vicioso haya comenzado a romperse? A juzgar por los actuales niveles de confianza social, parece que no. Si nos atenemos a las actitudes de participación, la respuesta es sí. La variable interviniente es posiblemente el recambio generacional. El problema reside en que, como dice un paper reciente, «comprender la importancia del capital social nos dice muy poco sobre cómo incrementarlo. Se necesita más investigación acerca de qué intervenciones pueden construir confianza generalizada y fuertes normas cívicas». [5]
Estos problemas serán objeto de un próximo artículo [Nuevos ciudadanos harán surgir nuevos dirigentes]. Mientras tanto, todo parece sugerir que la Argentina está en un nuevo punto de inflexión de su historia. La sociedad debe decidir qué camino tomar para resolver los enormes problemas que enfrenta. ¿Será la vía de la participación, la cooperación, la confianza, la reciprocidad? ¿O insistirá con el modelo de desconfianza, atomización y guerra de todos contra todos, que podría terminar acaso en la triste «solución» de equilibrio de un nuevo orden autoritario? La alternativa que resulte vencedora condicionará no sólo la vida argentina de los próximos años, sino también la de nuestras próximas generaciones.
Parte 1: Cómo hacer funcionar la democracia
José Eduardo Jorgei (2002):
«Cómo hacer funcionar la democracia»
Cambio Cultural, Buenos Aires, Marzo.
Artículo Original en Internet Archive
Cambio Cultural
Cultura Política Argentina
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NOTAS
[4] Este mecanismo de causalidad circular ha sido descripto en detalle por Peter Senge, La Quinta Disciplina (Barcelona: Granica, 1996).
[5] Stephen Knack, Social capital and the quality of government: evidence from the US States, The World Bank.