Cultura Cívica

El Estudio Pionero
de Almond y Verba

Cultura PolíticaJosé Eduardo Jorge

Objetivos de la investigación. Definición de cultura política. Tipos de Orientaciones políticas y Objetos políticos. Tipos puros de cultura política: parroquial, de súbdito y participante. Congruencia de la cultura política con el sistema político. La Cultura Cívica como mezcla equilibrada de orientaciones. Su congruencia con la democracia. Las críticas al modelo en el contexto de los cambios sociales y políticos de los años 60

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La génesis del enfoque de la cultura política en la ciencia social contemporánea data de 1963, con la publicación de La Cultura Cívica de Almond y VerbaB[1]. Este estudio devenido en clásico, basado en encuestas realizadas en cinco países, atrajo, como la misma idea de cultura política, apologistas y detractores. Al margen de las polémicas que ha suscitado, su influencia ha sido determinante. En España, donde la primera ola de investigaciones sobre cultura política replicó este trabajo casi sin variantes, el influjo se prolonga hasta el presente. [2]

El objetivo de Almond y Verba es determinar el tipo de cultura política sobre la que se apoya la forma democrática de gobierno. Al definir la cultura como las “orientaciones psicológicas hacia los objetos sociales”, los autores excluyen una serie de elementos comprendidos en las concepciones más holistas de la cultura, provenientes de la antropología: costumbres, leyes, instituciones, arte, objetos materiales y similares.

Aunque una visión comprensiva de la cultura puede ser apropiada en determinados contextos de investigación, en otros es necesario circunscribirla, pues su mismo carácter abarcador le restaría poder explicativo. Pero al restringirla a las orientaciones psicológicas o dimensión actitudinal, Almond y Verba prescindieron también del comportamiento, algo que, desde nuestro punto de vista, es excluir demasiado. La “cultura política” es entendida como las orientaciones o “actitudes hacia el sistema político y sus diversas partes, y hacia el rol del propio sujeto en ese sistema”. [3]

Orientaciones y Objetos políticos

Inspirándose en la obra dirigida por Parsons y Shills Hacia una Teoría General de la Acción [4], los autores distinguen tres tipos de orientaciones políticas: las “orientaciones cognitivas” son los conocimientos y creencias que poseen las personas sobre el sistema político y sus componentes; las “orientaciones afectivas” corresponden a los sentimientos y las “orientaciones evaluativas” a las valoraciones –juicios y opiniones- de la gente hacia esos mismos objetos políticos.

Estas tres orientaciones de las personas se dirigen principalmente a cuatro clases de objetos: 1) el sistema político en general; 2) el proceso “político” o de “entrada” al sistema, relacionado con el flujo de demandas de la sociedad dirigidas a aquél y con la conversión de esas demandas en políticas públicas –tarea en la que intervienen, especialmente, los partidos, los grupos de interés y los medios de comunicación-; 3) el proceso “administrativo” o de “salida” del sistema, que se refiere a la implementación de las políticas públicas y que involucra principalmente al ejecutivo, la administración y la justicia; 4) el propio sujeto considerado como objeto político, con sus capacidades o competencia, derechos y responsabilidades.

Las investigaciones de cultura política han operacionalizado habitualmente a las orientaciones afectivas como sentimientos de distancia o proximidad del individuo respecto al sistema político; esto incluye la identificación con los objetivos del sistema, el grado de adhesión a sus instituciones y los sentimientos de “competencia cívica” del propio sujeto. [5]

Tipos ideales de cultura política

Almond y Verba construyen tres tipos ideales de cultura política: “parroquial”, “de súbdito” y “participante”. La “parroquial” consiste en la pura ausencia de orientaciones hacia las cuatro clases de objetos políticos.

Propia de las sociedades tradicionales –donde no existen roles políticos especializados, sino roles difusos de carácter a la vez social, político, religioso y económico-, este tipo de cultura suele presentarse en tiempos modernos en aquellos grupos o comunidades que no se sienten identificados con un régimen político central ni tienen expectativas depositadas en él; en estos casos, el parroquialismo es más afectivo y valorativo que cognitivo.

En la cultura “de súbdito”, los individuos tienen orientaciones políticas hacia el sistema político general y su proceso de salida –el ejecutivo, la administración y la justicia-, pero no hacia el proceso de entrada ni hacia el mismo sujeto como participante activo. Si el parroquialismo implica el simple apoliticismo, la cultura de súbdito supone una relación pasiva con el sistema político: las personas se enfocan en los beneficios que les proporciona el sistema, pero no –al menos en términos afectivos y valorativos- en la posibilidad de participar activamente en el proceso político.

La cultura “participante” es aquella en la que los miembros de la sociedad tienen orientaciones hacia las cuatro clases de objetos políticos. Aunque sus actitudes puedan ser favorables o desfavorables según el objeto, el individuo está orientado tanto hacia el proceso de entrada o político como hacia el proceso de salida o administrativo, igual que hacia su propio rol activo dentro del sistema.

En este marco teórico, cada cultura política real es una mezcla de estos tipos ideales y difiere de las otras por el grado y modo como los combina. Lo mismo ocurre a nivel del individuo. El ciudadano de una democracia no sólo está orientado hacia una participación activa en política: también está sujeto a la ley y la autoridad –lo que supone una orientación de súbdito- y es miembro de grupos primarios, de una colectividad religiosa o de una comunidad local, en las que subsisten roles y orientaciones difusas o parroquiales.

Congruencia entre Cultura Cívica y democracia

Una cultura política determinada puede o no ser congruente con las estructuras del sistema político. Cuando no hay equilibrio entre ambas, un posible resultado es la inestabilidad o el cambio políticos.

La que Almond y Verba llaman “cultura cívica” –la cultura que, desde su perspectiva teórica, sería la más congruente con una democracia estable- es una mezcla “equilibrada” de orientaciones. En ella, “la actividad, la implicación y la racionalidad políticas se ven equilibradas por la pasividad, la tradición y el compromiso con valores parroquiales”.

En consecuencia, la “cultura cívica” difiere de lo que los autores denominan el “modelo racional-activista” de cultura democrática que se enseña en los libros de texto. Según éste, el ciudadano debe participar en política, mantenerse informado y tomar decisiones –como la del voto-, y hacer todo esto guiado por la razón, no por la emoción. La “cultura cívica” incluye estas características, pero también las otras.

La idea detrás de este razonamiento es que el sistema político democrático supone cumplir con objetivos en apariencia contradictorios. Si, por un lado, el gobierno necesita contar con poder, liderazgo y capacidad para decidir, por el otro debe ser sensible para responder a los requerimientos de los ciudadanos. A este equilibrio entre poder y respuesta del gobierno, se agrega el que debe darse entre consenso y disenso políticos.

Una adecuada mezcla de orientaciones en la cultura política es la que permite, según Almond y Verba, alcanzar estos y otros equilibrios. En la “cultura cívica”, muchos individuos son políticamente activos, pero también son muchos los que adoptan un rol pasivo de súbditos. Más aún, entre los ciudadanos activos, los roles parroquiales y de súbdito no han desaparecido: junto a las orientaciones participativas de carácter político, mantienen sus vínculos tradicionales y apolíticos, así como un rol político más pasivo en calidad de súbdito.

En la práctica, sigue el argumento, la democracia presenta al ciudadano exigencias contradictorias. Le pide que exprese sus demandas para que el gobierno las conozca y pueda darles respuesta; que se involucre en política y ejerza influencia para cerciorarse de que los políticos son sensibles a sus requerimientos. Pero al mismo tiempo, para que los dirigentes gobiernen y tomen decisiones, la democracia espera que el ciudadano les entregue el poder y los deje gobernar; que sea relativamente pasivo, no se involucre demasiado y respete la autoridad.

¿Cómo resuelve el individuo estas contradicciones? Almond y Verba lo explican por la existencia de una brecha entre el nivel de participación real de la persona, por un lado, y la capacidad de influir que percibe tener y el grado en que se siente obligado a participar, por otro. Los datos del estudio mostraron que el peso de las normas y la percepción de la propia competencia política eran, en general, mucho más elevados que la conducta real de participación. La baja importancia que tiene la política para la mayoría de la gente ayudaba a mantener estas inconsistencias.

La tensión entre los roles activo y pasivo que la democracia requiere de los ciudadanos se resolvía así por dos vías: por la presencia de individuos que perseguían uno u otro de los objetivos, y por las inconsistencias de las actitudes individuales, que permitían buscar los dos objetivos al mismo tiempo.

En cuanto al equilibrio entre consenso y disenso políticos, se alcanzaba, entre otros mecanismos, por la subordinación del conflicto político a valores sociales de un nivel más alto, que estaban por encima de las divisiones partidarias. Almond y Verba destacaban, en este sentido, el rol de la confianza interpersonal y de las normas de cooperación, dos actitudes sociales generales que influían, sin embargo, en la esfera de la política.

Críticas a la teoría del equilibrio

Muchos aspectos de esta teoría del equilibrio fueron puestos en tela de juicio por los profundos cambios sociales y políticos que tuvieron lugar desde la misma aparición de La Cultura Cívica. Almond y Verba interpretaron sus datos desde una visión limitada de la democracia, según la cual los ciudadanos deben participar en política, pero en forma acotada, a fin de no desestabilizar el sistema. En este marco, la participación consiste más bien en una reserva, a la que se acude en caso de que las elites políticas no respondan a las demandas de la gente.

Esta concepción, que coincidía con el modo en que habían funcionado las democracias de posguerra –caracterizadas, entre otras cosas, por una elevada confianza en las instituciones políticas-, empezaba ya a desdibujarse frente a los cambios socioculturales cuyas primeras manifestaciones se producían en la época de la publicación del estudio.

Los movimientos estudiantiles de comienzos de los sesenta – asociados a lo que vino a llamarse la “nueva izquierda”, y que habrían de hacer eclosión en muchos países en el transcurso de esa década y la siguiente- habían comenzado a cuestionar las bases del sistema político y a organizar protestas masivas, que alcanzaron su apogeo con las manifestaciones de 1965 contra la guerra de Vietnam en Estados Unidos, con el Mayo Francés y con la Primavera de Praga –ambos en el transcurso de 1968-.

En 1962, el manifiesto estudiantil de Port Huron había lanzado la “democracia participativa”, que propugnaba la toma de decisiones en asambleas públicas, la creación de canales políticos para la expresión de los reclamos y aspiraciones de la gente, y una concepción de la política como “el arte de crear, en forma colectiva, un modelo aceptable de relaciones sociales”. [6]

Con el ascenso de las nuevas generaciones, estaba en marcha una revolución de las costumbres, valores, creencias, normas y otras expresiones culturales, que tendría también un profundo impacto sobre la política.

En síntesis, algunas de las tendencias registradas por Almond y Verba en las democracias estables –una relativa pasividad política y, vinculada con ella, una alta confianza de la población en dirigentes e instituciones- serían cuestionadas rápidamente por los cambios de época. Más de tres décadas después, el mismo Almond reconocía este hecho y se lamentaba de la situación de polarización política, caída de la afiliación partidaria y participación electoral, declive de la confianza en el gobierno y pérdida de legitimidad de las instituciones. [7]

Pero los puntos débiles de La Cultura Cívica [8] no invalidan el avance que significó el trabajo en la investigación de la cultura política. Los análisis impresionistas que habían predominado hasta entonces fueron reemplazados por un aparato teórico y metodológico sofisticado, que serviría de base a toda una corriente de estudios posteriores. [9]

flecha-sigSigue: Evolución del concepto de cultura política


José Eduardo Jorge
(2010): Cultura Política y Democracia en Argentina, Edulp , La Plata, Cap.  2, pp. 70-75.
Texto editado por el autor en enero de 2016
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Secciones: I – II 

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Más Publicaciones Académicas

José Eduardo Jorge (2016): Teoría de la Cultura Política. Enfocando el Caso ArgentinoQuestion, 1(49), pp. 300-321

José Eduardo Jorge (2015): La Cultura Política Argentina: una Radiografía, Question, 1(48), pp. 372-403.

NOTAS Y BIBLIOGRAFÍA

[1] Almond and Verba, 1963.
[2] Morán, op. Cit., pp. 105-106.
[3] Almond and Verba, op. Cit., p. 12.
[4] Parsons y Shills, 1968.
[5] Morán, 1992, pp. 40-41.
[6] Students for a Democratic Society, 1962.
[7] Almond, 1996.
[8] El estudio se basaba en datos de encuestas realizadas en Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania, Italia y México. En Alemania e Italia, la democracia había sucumbido en el pasado inmediato al nazismo y el fascismo. La conclusión de Almond y Verba fue que sus culturas políticas –igual que la de México, gobernado por un partido hegemónico- tenían rasgos que obstaculizaban la democracia. Con esto parecían exaltar implícitamente la cultura anglosajona, algo que también les valió un gran número de críticas.
[9] Inglehart, 1988.