Por su Cultura Política, el
País es un Caso Típico
José Eduardo Jorge
El mito del “excepcionalismo argentino” no resiste el análisis de la posición internacional del país en los indicadores clave de cultura democrática. Por su cultura política y el nivel de su democracia, la Argentina está en la franja superior de los casos intermedios: lejos de la Europa más desarrollada –aunque no de España e Italia-, pero también por encima de gran parte de un ránking de más de 80 naciones. Tampoco encuentra sostén la tesis de una cultura argentina extraña a la del mundo desarrollado, que demandaría formas peculiares de democracia. Ver 36% de Argentinos, con Valores Democráticos Arraigados
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En dos artículos científicos publicados en fecha reciente examino la evolución de la cultura política de la democracia en nuestro país durante los últimos treinta años y enumero algunas conclusiones e hipótesis sobre su génesis, funcionamiento y efectos en la calidad institucional. Los papers son La Cultura Política Argentina: una Radiografía (diciembre de 2015, Question Nº 48) y Teoría de la Cultura Política: Enfocando el Caso Argentino (marzo de 2016, Question Nº 49).
Presento en ellos un modelo teórico integrado sobre los procesos de formación y cambio de la cultura política y su impacto en la emergencia, estabilidad y profundidad de la democracia. Formulo además un Índice de Cultura Política Democrática y lo aplico a una muestra de más de 80 países, representativa de todos los niveles de desarrollo y tradiciones culturales. Empleando modelos estadísticos, muestro la capacidad de este índice para predecir el nivel de democracia y comparo la situación de la Argentina y otros países de América Latina en el escenario mundial.
Estos análisis adelantan resultados de la línea de investigación sobre cultura política y democracia que desarrollo desde 2006 dentro del sistema de ciencia y técnica de las universidades nacionales argentinas, prolongando estudios y acciones iniciados en 2001 en el ámbito de la sociedad civil. La línea científica de trabajo se compone hasta el momento de seis proyectos de investigación acreditados y ha producido un número de artículos, presentaciones en congresos, seminarios y el libro de este autor Cultura Política y Democracia en Argentina (2010).
En próximas entradas de este Blog me propongo abordar de un modo asequible para el público general cuáles son las implicaciones de los resultados expuestos en los dos últimos artículos para la situación política argentina y la calidad de su democracia.
La Cultura y los Valores en la Reflexión Política
La idea de una “cultura política”, o de una influencia de la “cultura” o los “valores” sobre la vida política, es probablemente familiar para la mayoría de los lectores. Aflora de un modo recurrente en los medios y las librerías. Se dice en los debates populares de la televisión, la radio y los diarios que la Argentina “ya tiene una cultura posmoderna”, que “ha entrado en la posmodernidad política”; que “los valores democráticos no están difundidos” en su población, y aun que “se han perdido los valores”.
Las referencias culturales en la literatura política constituyen entre nosotros una tradición numerosa, que surge con la misma nación. Distinguen esa genealogía, entre otros, Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento, Juan Agustín García, Agustín Álvarez, Roberto J. Payró, José Ingenieros, Ricardo Rojas, Ezequiel Martínez Estrada, Eduardo Mallea, Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz y José Luis Romero. Aun partiendo de premisas diferentes, todos ellos atribuyeron a la esfera cultural un influjo relevante o decisivo sobre la realidad política.
La filosofía política ha discurrido desde antiguo en torno de esta idea. Platón, Aristóteles, Maquiavelo, Montesquieu, Rousseau y sobre todo Tocqueville son predecesores reconocidos del estudio científico de la cultura política.[1] En términos filosóficos, los valores, ideas y prácticas democráticas –en particular los que he llamado “componentes centrales” de la cultura política de la democracia- representan “virtudes cívicas”.
Esta mirada filosófica tiene su propio interés. Nuestra arquitectura institucional, concebida hace más de dos siglos, responde a un diseño que no se fía de la sabiduría de los ciudadanos ni de los motivos de los funcionarios. Como sugieren los Federalist Papers, para los creadores de la constitución norteamericana las virtudes eran deseables, pero no imprescindibles.
Fueron los contrastes con las sociedades europeas los que permitieron advertir a Tocqueville la gravitación decisiva de las “costumbres”, noción vasta en la que incluía “todo el estado moral e intelectual de un pueblo”.[2] El desempeño de la democracia dependía en parte de “buenas leyes”, pero éstas, lejos de ser “la causa principal”, influían “infinitamente menos que las costumbres”.[3]
En América Latina, a poco de andar la independencia, los criollos debieron reflexionar sobre el problema de la distancia entre la legalidad formal y la práctica política real. Inspirado por Tocqueville, Alberdi escribió en 1838 que “en las costumbres de un pueblo es donde verdaderamente reside su constitución política”. “Es este código vivo lo que nosotros hemos descuidado hasta hoy, mientras nos hemos ocupado de escribir códigos abstractos”.[4]
Veinte años antes, Bolívar, lector minucioso de Montesquieu, había concluido que el estado de las “luces”, las “costumbres” y las “virtudes” de la América española hacían inapropiada para ella la “democracia absoluta”, las instituciones “perfectamente representativas”.[5] Ideó entonces constituciones “adecuadas a nuestro carácter”. Más tarde, al verlas naufragar, proclamaría que “América es ingobernable”.
Precursor del estudio científico de la sociedad, Tocqueville inquirió en forma sistemática las relaciones causales entre los fenómenos que observaba. Consideró la “igualdad de condiciones” –de “fortunas” y de “pensamientos”, consigna su manuscrito de La Democracia en América– como el “hecho primario” que imprimía una dirección específica a las costumbres de los gobernados, los principios que guiaban a los gobernantes y las leyes. [6]
En un equilibrado recuento del itinerario de las democracias en América Latina, Alain Rouquié ha hecho notar que la vida entera de nuestras “repúblicas no tocquevillianas” ha estado sujeta a la tensión entre una larga tradición doctrinal en los principios de la libertad y el pluralismo, abrazados por los movimientos de independencia, y estructuras sociales “no igualitarias y jerárquicas, eminentemente desfavorables a la práctica democrática”.[7] Los avances actuales deben mucho, agrega este autor, al desarrollo económico. Al disminuir la exclusión y la escisión de las clases, al progresar la instrucción y la información, “la demanda de participación se vuelve irrefrenable”.
Aunque no se conceda a menudo, América Latina fue un protagonista temprano en la fundación de la democracia moderna. Los pueblos de la región, observa Rouquié, experimentaron con ella mucho antes que la mayoría de los europeos. Nuestros países presentan un caso especial: el de un intento dilatado, arduo e incesante por establecer las instituciones representativas en condiciones adversas. También ejemplifican el grado en que la democracia “es una construcción cultural compleja, azarosa, que avanza por ensayo y error”.[8]
El Estudio Científico de la Cultura Política
Nuestro conocimiento de la cultura política de la democracia ha hecho progresos sustanciales desde los años ochenta. El empuje provino de la Tercera Ola de Democratización –que acentuaría una década después la disolución de la Unión Soviética- y de la difusión conexa de las encuestas transnacionales y los estudios de caso.
Objeto una vez de disquisiciones intuitivas, la cultura política es hoy un campo científico con más de cincuenta años de investigación acumulada. Pero fuera del círculo de especialistas, la “cultura” –así como los “valores”, su rasgo central, pues da coherencia a todos los otros- es un concepto difuso.
Las nociones corrientes, no científicas, de la “cultura política”, suelen encerrar muchos equívocos. No debemos verla como un ente inmóvil, o una “causa” que “determina” la vida política de un país. Es una variable que mantiene relaciones complejas de interacción con la economía, la estructura social y la esfera política e institucional, aunque dentro de ese sistema de influencias se puedan discernir direcciones causales predominantes.
Tampoco deberíamos pensar en los “valores” en términos edulcorados. El poder, la riqueza, el logro, el hedonismo, la seguridad, están entre los valores básicos, no menos que la libertad, la igualdad y la solidaridad. No se trata, como a veces traduce ambiguamente el discurso político, de “promover los valores” o de “gobernar en base a valores”: la clave es qué valores se toman como referencia.
Mi interés principal en el enfoque de la cultura política reside en que ayuda a comprender la naturaleza de las democracias de baja calidad y puede indicar nuevas vías para mejorarlas. Su hipótesis de base (que formuló por primera vez Eckstein en una monografía de 1961) [9] es que la democracia –y cualquier régimen político estable- requiere una cultura compatible que le sirva de sustento.
Décadas de investigación empírica sugieren que el núcleo de la cultura política de la democracia es un conjunto de rasgos culturales interdependientes: un sistema, cuyos componentes son compatibles entre sí, se alimentan unos a otros, y surgen y se difunden en la sociedad de modo simultáneo.
En las democracias “disminuidas”, donde los derechos de los ciudadanos y los procesos institucionales aparecen mutilados, la cultura política es una mezcla, inconsistente en mayor o menor grado, de rasgos democráticos y autoritarios. Como resultado de esta hibridez, prevalecen con frecuencia visiones autoritarias de la democracia –y de la misma cultura política.
En términos amplios, la cultura política puede definirse como el conjunto de valores, creencias y prácticas predominantes en la sociedad que son relevantes para el proceso político. Es posible que los componentes centrales de la cultura democrática consistan en un pequeño núcleo de valores fundamentales.
Nuestro campo de estudio reúne hoy un número de teorías e hipótesis interrelacionadas, que convergen en identificar los componentes básicos de la cultura política, sus relaciones con la esfera político-institucional y sus mecanismos de formación y cambio. Su foco principal es el papel de la cultura política en la emergencia, estabilidad, profundidad y efectividad de la democracia.[10]
La investigación empírica sugiere que el desarrollo económico, operando sobre la herencia cultural de cada sociedad, es la más poderosa de las fuerzas que modelan la cultura política. Como la gravedad en el universo macroscópico, ejerce un tirón constante que acaba por arrastrar a todas las partes de esa sociedad en una dirección definida. La cultura política de un país en un momento dado es así, en gran medida, el resultado de una interacción entre su vía de modernización y su tradición cultural. Otros procesos ejercen empero su influencia: la trayectoria histórica específica del país y el aprendizaje político y cultural –hoy acentuado por la globalización– están entre los más importantes.[11]
El enfoque de la cultura política es una perspectiva crítica. Al dilucidar cuáles son los valores que subyacen en nuestras actitudes y prácticas políticas, contribuye al debate normativo y suele confrontarnos con verdades incómodas.
La Argentina, un Caso Ordinario
El examen de la relación entre cultura política y calidad de la democracia en perspectiva comparada internacional tiene el efecto de poner en cuestión algunos lugares comunes del discurso político argentino.
Para emprender ese análisis, construí un Índice de Cultura Política Democrática que incluye cinco componentes: Aspiraciones de Libertad, Igualdad de Género, Respeto por los Otros o Tolerancia, Acción Política –medida a través de la Firma de Petitorios- y Confianza Interpersonal. Utilizando la base de datos de más de 400 mil casos de la Encuesta Mundial de Valores, apliqué el índice –que recoge especialmente el esfuerzo de investigación realizado en esta línea por Ronald Inglehart y Christian Welzel-[12], a una muestra de 82 países.
Este indicador estima el porcentaje de la población de cada país con orientaciones democráticas firmes. El mapa adjunto ilustra su elevada correlación con el Nivel de Democracia de esas mismas naciones, que medí empleando el índice de derechos políticos y libertades civiles de Freedom House, transformado en un puntaje entre 0 y 10.
Influencia de la Cultura Política Democrática
sobre la Calidad de la Democracia
- Fuente: Jorge, José Eduardo (2015): “La cultura política argentina: una radiografía”, Question 1(48), pp. 372-403. Click en la imagen para agrandar
La correlación, que interpretamos como un signo del impacto de la cultura democrática sobre la emergencia y la calidad de la democracia, conserva su fuerza cuando, siguiendo un procedimiento habitual, incorporo a los modelos estadísticos otras posibles influencias: el ingreso por habitante, el índice de desarrollo humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, el índice de Gini sobre la equidad de la distribución del ingreso y los años en que la sociedad ha vivido en democracia sin interrupciones.
Nuestros modelos aportan evidencia empírica de que la cultura política ejerce una poderosa influencia sobre la democracia, aun si se tienen en cuenta simultáneamente los posibles efectos del nivel de riqueza, el desarrollo humano, la equidad social y la experiencia democrática.
Acaso la implicación primera de estos resultados es poner de manifiesto el carácter absolutamente típico de la Argentina como caso político. En nuestro mapa de la cultura política y la democracia en el mundo, los argentinos integramos, junto a la mayoría de los países latinoamericanos de la muestra, el grupo grande de democracias híbridas o “adjetivadas”. Es un conjunto heterogéneo y de límites difusos, que reúne al menos a las democracias “plenas” pero de calidad no óptima y a varios de los regímenes “intermedios” –los países “parcialmente libres” de Freedom House- mejor calificados.
La Argentina aparece en la región “media superior” de este atlas, tanto por el nivel de su democracia –nota 8,3- como por su cultura política democrática, que alcanza al 36,5% de la población, una cifra similar a la de Chile y México. El país está dentro de lo que predicen nuestros modelos estadísticos: la calidad de su democracia es congruente con la de su cultura política.
Dos naciones vecinas se apartan un poco de las probabilidades. Chile obtiene un 10 en democracia, que excede lo esperable por su cultura democrática. Ésta se halla difundida entre el 40% o más de la población en 16 de los 20 países con nota 10. Es el caso de Uruguay (42%). Lo inusual ahora es que este porcentaje –el más alto de los once latinoamericanos- supera lo predecible por el grado de desarrollo económico del país.
Estas y otras desviaciones se originan en variables no incluidas en los modelos de regresión, que explican “solo” el 54% del nivel de democracia. Pero si bien todo modelo es perfectible, hay factores que son exclusivos de cada sociedad: como ocurre entre los individuos, no hay dos países con idénticas biografías.
Observemos que la Argentina no está tan lejos del valor crítico del 40% del índice cultura política democrática, por encima del cual se ubica el 80% de las democracias de alta calidad. Pero en más de 20 años –periodo en el que disponemos de datos-, el valor de su índice ha oscilado en torno de su actual porcentaje.
Relato de un País Misteriosamente Malogrado
Aunque la última observación parezca abonar la impresión extendida de que el país no ha estado lejos de “dar el salto” al grupo de naciones más avanzadas, no se ve indicio alguno que suscriba el mito del “excepcionalismo” argentino.
La idea de una nación malograda, que encierra además un misterio –el de las causas de su naufragio-, se ha vuelto un rasgo constante de nuestra vida cultural y de la imagen que muchos argentinos tienen del país. Las narrativas que la gestaron y no cesan de alimentarla tienen raíces obvias en el mito de la grandeza argentina, que las elites patricias supieron orquestar.
Sus fuentes retroceden hasta Alberdi y Sarmiento, inventores –nota el historiador Nicolás Shumway- de un género deplorable de nuestras letras: la “explicación del fracaso”.[13] Incesantes comentaristas se han afanado desde entonces por develar algo que, al dilatarse el tiempo y los infortunios, tomó la forma de un conjetural “enigma argentino”.
Cada vez que padecemos una crisis, el mito revive y contribuye a darle sentido. Los comentaristas no suelen escapar a las simplificaciones. Creen identificar una causa, un problema, que engendraría todos los demás: la “tradición hispánica”, el “imperialismo”, el “populismo”. Si la eficacia de estas explicaciones ha oscilado con las épocas, en el ensayo y la cultura popular no ha hecho más que ganar crédito el llano argumento de que la causa de los problemas de la Argentina somos, simplemente, nosotros mismos: los argentinos, nuestro modo de ser.
Las piezas que componen estos discursos críticos de nuestra idiosincrasia son muy antiguas. Se encuentran ya en el Manual de Patología Política de Agustín Álvarez, publicado en 1899. “Cada cinco o cada diez años, una crisis económica o política o común de las dos”, leemos en él.[14] El autor imputa los dilemas de su tiempo al “tipo de ciudadano” que ha formado el país. Su compendio de vicios cívicos –Manual de Imbecilidades Argentinas, tituló su versión previa en entregas periodísticas- denuncia ya la “viveza criolla”, la corrupción política, el desdén por la ley, el “acomodo”, el delito impune, el menosprecio del interés general, la intolerancia y el gobierno personalista.
Casi un siglo después, el jurista Carlos Nino introdujo Un País al Margen de la Ley (1992) con el cuento de una tierra tan exuberante que Dios, para equilibrar las cosas, pobló con argentinos. Nino subraya una “tendencia recurrente” a la “anomia” y la “ilegalidad”, que ayudaría a explicar la “incógnita” de lo que, afirma, es un caso rarísimo de “reversión del desarrollo”.
El Lugar de la Argentina: Ni Tanto ni Tan Poco
El relato mítico edificó una sociedad de cultura europea trasplantada a América Latina. Eliminemos este supuesto y el “enigma” erigido sobre él empieza a desvanecerse. Podemos verificar, mirando nuestro mapamundi y la tabla con los datos detallados, que la cultura democrática argentina no es equiparable a la del grueso de las naciones de Europa, si bien roza las vecindades de España e Italia. Nada que no sospecháramos, por cierto, pero ahora corroborado con datos duros.
Noruega y Suecia, donde los valores democráticos están arraigados en casi el 70% de la población, se hallan entre 10 y 20 puntos porcentuales por encima de las otras democracias avanzadas, con la excepción de Suiza. Las sociedades del Norte de Europa y las de habla inglesa –Canadá, Gran Bretaña, Australia, Nueva Zelanda y Estados Unidos- son las que integran este segundo estrato cultural de democracias de alto desempeño. España, Italia y Eslovenia, junto con Uruguay, conforman un tercer grupo.
El índice de Freedom House califica a todos estos países con un 10. No es lo bastante preciso, a pesar de sus virtudes, para captar en el plano institucional las finas discriminaciones de cultura democrática que registra nuestro instrumento de medición.
La distribución internacional de los valores democráticos que emerge de nuestros datos refleja el hecho de que la cultura política es en gran medida el producto de una interacción entre el nivel de desarrollo o modernización alcanzado por cada sociedad y su tradición cultural.
Fuera de América Latina, la Argentina, por la raigambre de esos valores, es comparable en esta lista con la República Checa, Polonia y Japón. Si su cultura democrática no es, como el mito querría, la de la Europa más desarrollada, está a su vez a distancias llamativas de la mayoría de las restantes naciones: ocupa el puesto 21º de este inventario de 82 países.
No hallan pues sostén las narrativas del nacionalismo que han buscado hacer de la Argentina una cultura radicalmente ajena a la del mundo desarrollado, a la que convendrían, en consecuencia, formas de democracia peculiares: personalistas, no institucionalizadas y fundadas en la libertad del colectivo, no en la de los individuos.
Si América Latina surge como una unidad cultural, es evidente que, pese a los rasgos compartidos, la cultura política de las sociedades de la región dista de ser homogénea. Los valores democráticos están más difundidos en el Cono Sur –Uruguay, Brasil, Argentina y Chile- y en México. Las diferencias de desarrollo económico –que, reitero, interactúan siempre con las tradiciones locales y las diversas historias políticas-, tienden a producir asimetrías en el plano de los valores. Estas últimas no deberían omitirse cuando se comparan procesos políticos con algún tipo de semejanza en distintas sociedades del subcontinente. Ha sido el caso, en la última década, de los llamados gobiernos “populistas”.
Estudiando miles de transiciones políticas entre 1950 y 1990, Przeworski y sus colaboradores observan que la Argentina de 1975 es el país con el ingreso por habitante más elevado en el que haya sucumbido la democracia.[15] Y al examinar los “orígenes económicos” de los regímenes políticos, Acemoglu y Robinson consideran a la Argentina del siglo XX el modelo más acabado de una de las cuatro vías principales de “desarrollo político”: aquella en que la democracia emerge cíclicamente, pero sin lograr consolidarse.[16]
Nada de esto hace al país “excepcional” en lo político: se trata de un ejemplo típico, en la franja superior de los casos “intermedios”. Nuestro modelo teórico sugiere que una porción considerable de los problemas políticos de la Argentina se explica por un desarrollo insuficiente. Su trayectoria histórica y herencia cultural parecen haber dado forma asimismo a un modelo de convivencia con atributos cívicos limitados [17], una característica común a casi toda América Latina. Continúa en una próxima entrada
José Eduardo Jorge
1 de Junio de 2016
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NOTAS
[1] Ver Almond, Gabriel: “The Intellectual History of the Civic Culture Concept”, en Almond, Gabriel & Verba, Sidney, eds. (1989): The Civic Culture Revisited, Sage, Newbury Park, pp.
[2] De Tocqueville, Alexis (2010): Democracy in America. Historical-Critical Edition of De la démocratie en Amérique, Liberty Fund, Indianapolis, p. 466.
[3] Ibid., p. 499.
[4] Alberdi, Juan Bautista (1886): Obras Completas, Tomo I, Buenos Aires, pp. 343-344.
[5] Bolívar, Simón (1940): Doctrina Política, Ediciones Ercilla, Santiago de Chile.
[6] De Tocqueville, op. cit., p. 4, nota d.
[7] Rouquié, Alain (2011): A la Sombra de las Dictaduras. La Democracia en América Latina, FCE, Buenos Aires, p. 346.
[8] Ibíd., p. 345.
[9] Eckstein, Harry (1961): “A Theory of Stable Democracy”, Research Monograph Nº 10, Center of International Studies, Princeton University, April 10.
[10] Jorge, José Eduardo (2010): Cultura Política y Democracia en Argentina, Edulp, La Plata, pp. 67-128.
[11] Ver también Jorge, José Eduardo (2011): “El trabajo de la democracia. Tolerancia y discriminación en la cultura política argentina”, Question, 1(32); Jorge, José Eduardo (2012): “Same-sex marriage in Argentina. Tolerance and discrimination in Political Culture”, Journal of Research in Peace, Gender & Development, 2(3) pp. 60-71; Jorge, José Eduardo (2012): “El Matrimonio Igualitario en Argentina: un Análisis desde la Cultura Política”, Paper presentado en el Congreso Internacional de Comunicación, Géneros y Sexualidades, Universidad Nacional de La Plata, La Plata, Argentina, 14-15 de Junio.
[12] Ver, en particular: Inglehart, Ronald & Welzel, Christian (2005): Modernization, Cultural Change, and Democracy: The Human Development Sequence, Cambridge University Press. Inglehart, Ronald (1997): Modernization and Postmodernization. Cultural, Economic, and Political Change in Forty-Three Societies, Princeton University Press, Princeton. Inglehart, Ronald (1990): Culture Shift in Advanced Industrial Society, Princeton University Press, Princeton. Welzel, Christian (2013): Freedom Rising, Cambridge University Press, New York.
[13] Shumway, Nicolás (2005): La invención de la Argentina, Emecé, Buenos Aires, p. 131.
[14] Álvarez, Agustín (1947): Manual de Patología Política, Jackson, Buenos Aires, p. 379.
[15] Przeworski, Adam; Álvarez, Michael; Cheibub, José Antonio y Limongi, Fernando (2000): Democracy and Development: Political Institutions and Well-Being in the World, 1950-1990, Cambridge University Press, Cambridge, p. 106.
[16] Acemoglu, Daron & Robinson, James A. (2006): Economic Origins of Dictatorship and Democracy, Cambridge University Press, Cambridge.
[17] Putnam, Robert D. (1993): Making Democracy Work. Civic Traditions in Modern Italy, Princeton University Press, Princeton.